Son las 20:00 del viernes y en el lobby del hotel Mercury, ubicado en pleno centro norte de Quito, hay mucho movimiento. Gran cantidad de gente avanza apurada al casino Montecarlo, a pocos pasos del sitio. Todos, incluida yo, queremos vivir la última noche de estos negocios en el país. Al fin y al cabo, no todos los días desaparece toda una industria de los juegos de azar.
Mi Vida, una canción del salsero Maelo Ruiz, recibe a los clientes que demoran en ingresar porque un empleado de seguridad recibe los bolsos y carteras. “Es por seguridad, explica”.
Diez minutos después estoy finalmente adentro. Es difícil moverse en el sitio repleto de centenares de personas que apuestan en coloridas y luminosas máquinas tragamonedas, que ofrecen juegos como King Kong, Chita, Lobster Manía o Las Conchas.
En este último se encuentra Zoila Ayala, de 76 años, de cabello rizado y cano. Lleva un saco y un pantalón cafés.
Mientras observa la pantalla de la máquina me presento. Cuando escucha que soy periodista deja lo que hace y se acomoda para charlar. “Vengo casi todos los días. Las mañanas trabajo en mi taller de tejido. Las noches me entretengo aquí. Ahora que cierran no sé qué va a ser de mí”, expresa con la voz entrecortada.
Le gusta el juego de Las Conchas y Los Corazones porque “se apuesta poco”: USD 0,09. Prefiere no contar cuánto ha perdido, pero recuerda que en una noche ganó alrededor de USD 4 000.
[[OBJECT]]
La miro con sorpresa y ella me responde que va al casino porque es “solita”. “He hecho muchos amigos, muchos de los cuales son de mi misma edad”.
De hecho, según la administración del casino, el 60% de los clientes del sitio supera los 60 años. Sin embargo, también hay jóvenes. Una de ellas, precisamente, es muy amiga de Zoila.
“Zoilita, este no es un adiós, sino un hasta pronto”, le comenta a la mujer una joven rubia, que usa una blusa celeste. Tiene 25 años y desde hace dos frecuenta el casino. Molesta, asegura que “no es viciosa” y que “es injusto que vayan a cerrar el casino”. Levanta la voz porque la canción Juliana, de DLG, dificulta la conversación. Bebe solo agua, pues es prohibido ofrecer licor en el lugar.
Además de amigos, el casino le permitió estudiar. Dice que ganó USD 5 000 en un sorteo.
En medio del vértigo imperante, voy a las mesas donde se juega póquer, black jack… y a la ruleta.
Por el parlante se ofrecen cuatro premios de USD 100 en una rifa que se realizará a las 22:30. Me acerco a los empleados, pero ellos prefieren no hablar.
Fausto Flores, presidente de la Asociación de Casinos del Ecuador, se me acerca y comenta que es un momento difícil para ellos porque quedarán sin trabajo.
Son casi las 21:00. Hay música y la gente se divierte. Repentinamente el ambiente empieza a enfriarse. Dos empleados colocan en la puerta del casino un cartel anunciando el cierre definitivo.
En ese momento no hay dónde poner un pie. En una noche de viernes normalmente llegan allí unas 1 100 personas, pero este último viernes de apuestas estaban alrededor de 1 800.
Quiero tomarme un respiro, pero de repente veo entre la multitud a un conocido. Me causa mucha sorpresa verlo ahí.
Reconoce que acude con frecuencia y me cuenta historias dramáticas. “¿Le ves a ese guambra?, él perdió en el juego la casa que obtuvo por una herencia. Era de plata y ahora ha llegado a pedir posada donde otros jugadores… como esos hay muchos aquí”. Otro perdió en tres días un Vitara, USD 12 000 y hasta su familia. Un mecánico se quedó sin nada. “Mírale la facha”, me dice mi acompañante, señalando a un hombre envejecido.
“Atentos a sus cartillas”, alerta una sensual voz femenina por el parlante. Llaman al Bingo. Mi amigo se despide.
Son las 22:00. Varios periodistas empiezan a llegar. Pero la presencia de las cámaras altera el ánimo de los jugadores.
Luego de un par de tomas, la administración pide, amablemente, que salgamos porque la gente se siente incómoda.
Mientras nos dirigimos a la puerta, el fotógrafo realiza una toma en la zona de máquinas tragamonedas, desde donde una mujer, ceñida en un vestido negro le suelta un sonoro “hijo de puta”. En silencio, abandonamos la sala de juegos hacia la calle Amazonas.
[[OBJECT]]
De a poco, los clientes también comienzan a salir. Unos esposos de la tercera edad, con lágrimas en los ojos, se despiden de los guardias como si fueran sus familiares. También de la jefa de Marketing, Priscila Benítez.
“Trabajo seis años. Empecé como anfitriona y he crecido hasta conseguir este cargo. No quiero que se cierre, pero voy a despedirme con alegría”.
“Ánimo a todos”, exclama la empleada, quien ha recibido ofertas de la red Socio Empleo, para ser digitadora. Pero eso va con su perfil profesional. El Gobierno, que impulsó el cierre de estos negocios, no le ha vuelto a ofrecer nada más.
En la vereda de la Amazonas, hay varios fumadores. Dentro se escucha el sorteo de los cuatro premios que alcanzan USD 400.
A las 23:00, los periodistas podemos ingresar nuevamente. Pedro Sánchez, representante del Grupo Apartec, dueño del Montecarlo, ensaya un discurso crítico. Está sobre una tarima donde usualmente se presentaban los artistas. Con vehemencia rechaza la decisión oficial de no haberles extendido el plazo para el cierre del negocio. Le reitera al público, entre los que se observa, además de a ecuatorianos, chinos, cubanos, hindúes y paquistaníes, que es solo un “hasta pronto”.
La gente estalla en aplausos que solo son silenciados por el trío Luz de América, que toca Lucerito. Hombres, mujeres, familias… salen a bailar a la pista. Mientras eso sucede el personal interrumpe su labor y guarda las fichas. La zona de tragamonedas es rodeada por una cinta que dice “Caution”.
En medio de la algarabía general, el paso a la zona de juegos queda prohibida. El trío toca otras tres tonadas bailables y, a las 23:30, una sonora voz pide a la gente que se retire, pero en esta ocasión, porque el negocio cierra definitivamente. Empleados y clientes se juntan en un solo abrazo, lloran…
Las últimas en salir son un grupo de amigas, mayores de 50 años. “Aquí gastamos porque queremos y tenemos. Y si al final nos quedamos sin nada, al menos nos mandan comiendo”, dicen las amigas en coro.
Las puertas de cristal del Montecarlo se cierran, los empleados se despiden con los rostros apesadumbrados, llenos de incertidumbre y tristeza.