Un email ofertando un tour para solteros fue la catapulta para las vacaciones más emocionantes de mi vida. El correo, que estaba en portugués, detallaba el paquete ‘mais grande do mundo’ a Puerto Plata, República Dominicana, por ocho días.
Mi primera reacción: hacer un ‘forward’ del mensaje a mis amigos solteros para ver cuál de ellos se animaba a acompañarme. Pero nadie pudo. Unos porque no tenían vacaciones, otros porque el dinero no les alcanzaba y el resto… bueno, porque sus parejas les dijeron ‘nones’.
En fin. Después de hacer números, sumando tarjetas de crédito, sueldos, utilidades y algunos ahorros, el presupuesto se completó. Y tomé la decisión: ¡Me voy!
El día del viaje y el nerviosismo llegaron tomados de la mano. Con las maletas llenas de tangas, vestiditos y hasta un pijama sexi llegué al aeropuerto antes del amanecer (05:00). Cuatro horas después ya estaba en Panamá, la primera parada del sueño.
Dos horas para recorrer las tiendas y de nuevo al avión. El tiempo voló y a las 17:00 arribé al aeropuerto de Santiago de los Caballeros. Y todavía faltaba una hora y media de viaje en bus, para llegar a Puerto Plata, el destino final.
Una vez ahí, conocí a mis colegas de la generación S: solos, solas, solteros y separados. Había peruanos, bolivianos, chilenos, argentinos y más ecuatorianos.
La ‘banana juana’, un coctel más bien ‘light’, encendió el ambiente y los ánimos cuando llegamos al hotel. El baile y esa bebida hecha con ron y jugo de frutas aumentaron la adrenalina y prendieron las miradas. Estas empezaron, discretamente, su labor de ‘escaneo’ para encontrar a esa persona que cada uno ya había dibujado en su cabeza; a aquella con la que haríamos ‘clic’ con solo mirarnos.
A partir de ese momento comenzó la experiencia ‘S’. Todos teníamos en la muñeca izquierda una pulsera lila, que nos identificaba como solteros.
La primera noche tuvo un toque mágico. Después del brindis de bienvenida, la acción se trasladó a la playa. La cena tuvo un perfil celestinesco: fogata en la arena, mariscos, cerveza y ‘mama juana’, una bebida afrodisíaca local hecha con miel de abeja, ron, vino y palo santo, que se bebía como agua. Ah, y una luna tan grande que invitaba al romance y al despojo de las inhibiciones
Yo imaginaba que en cualquier momento iba a aparecer Edward (el vampiro de Crepúsculo), en su lugar llegó Gregory, un canadiense buena gente, a quien solamente le interesaba beber cerveza.
Esa fue la primera noche. Las seis restantes tuvieron rutinas parecidas. En las que hubo de todo. Los que querían clases privadas de bachata y merengue, los que buscaban noches de pura diversión o los que comprobaban la efectividad de los afrodisiacos. Fueron noches intensas. La del concurso de cerveza, que fue ganado por una mujer; la de la fiesta de pijamas, la de disfraces; la de togas (mi pijama de vacas fluorescente atrajo muchas miradas…).
Y aunque trasnochados, los más recatados madrugábamos a realizar ejercicios en la playa, a jugar vóley o a hacer esculturas de arena… mirando de reojo a los que tenían cuerpazos.
Los días transcurrían y las bachatas de Aventura fueron la banda sonora de varios romances y también de muchos recuerdos. En mi caso no hubo ni romance ni recuerdo porque nunca había oído una canción de ese grupo y porque no encontré en el tour a la persona que me ‘mueva el piso’.
El último día hubo intercambio de correos electrónicos y mucha nostalgia. Regresé sin pareja, pero con la sensación de haberme liberado de prejuicios, tabúes y malas rachas. Habiendo hecho un quiebre en mi rutinaria vida… Sabiendo que se puede estar sola, pero bien acompañada.