Ninguno de los 298 ocupantes del vuelo de Malaysia Airlines que iban de Ámsterdam rumbo a Kuala Lumpur podía imaginar el descabellado final que les esperaba.
Son nuevas víctimas inocentes de la antepenúltima guerra conocida. Al conflicto interno de Ucrania le sobrevino la separación de Crimea. La movilización de tropas soviéticas y la alerta por el predominio de este granero que es puerta-visagra de Europa y Asia.
Luego otras guerras como las de Iraq y ahora Gaza e Israel taparon las noticias.
La primera reacción del líder ruso fue culpar del ataque al Ejército ucraniano por cuyo espacio aéreo pasaba, desprevenido, el vuelo MH17 con destino a Malasia.
Vladimir Putin criticó las sanciones a su país y el embargo por la venta de armas.
Luego se supo, por grabaciones que se interceptaron, que eran los guerrilleros prorrusos que operan dentro de Ucrania los que se atribuían haber “bajado” una nave.
La salvaje matanza a civiles inocentes es un episodio más de otra sangrienta guerra.
La reacción mundial no se dejó esperar, desde Barack Obama hasta la Organización de Naciones Unidas, y los gobiernos de Holanda y Malasia exigen explicaciones.
Las ya tensas relaciones entre Estados Unidos y Rusia se complican. Ninguna de las investigaciones volverá a la vida a los pasajeros asesinados.
Los seguros en metálico que, acaso después de años, alcancen a cobrar los familiares no saciarán la ausencia cruel inferida en el ataque.
Tal vez el inútil sacrificio sacuda a la comunidad internacional para ponerse a trabajar en serio por una salida viable al absurdo conflicto agitado por los intereses geopolíticos sobre el control de Ucrania, su posición geográfica y sus potencialidades económicas y productivas.
Ningún interés mezquino, ni tan siquiera legítimo vale el alto precio que este enfrentamiento está arrojando. Menos, mucho menos las vidas de los inocentes pasajeros que abordaron el vuelo sin final.