Los atentados suicidas en Afganistán se han incrementado de manera tan dramática en los últimos años que ahora los atacantes, a quienes les prometen el paraíso tras inmolarse, tienen un cementerio propio en Kabul. Su objetivo son los soldados extranjeros, las fuerzas de seguridad, miembros del gobierno u otras personas. Se acercan a sus víctimas en coches convertidos en bombas rodantes o lo hacen a pie, portando los explosivos en sus cinturones.
Si están cerca, se hacen estallar en el aire para que mucha gente los acompañe en la muerte. Durante la guerra contra los odiados ocupantes soviéticos en los años 80 no hubo un solo atentado suicida en Afganistán. Tampoco en 2002, el primer año después de la caída del régimen talibán. Los atentados suicidas comenzaron en 2003, y desde entonces su número ha ido aumentando a pasos agigantados. Hasta fines de noviembre de 2011, las Naciones Unidas registraron un promedio de 12 ataques suicidas por mes.
Los encargados de estos ataques son radicales insurgentes islámicos como los talibanes. Muchos atacantes suicidas esperan a través de su “martirio” en la “guerra santa” contra los infieles ir directamente al paraíso. Sin embargo, el cementerio en las afueras de Kabul donde están enterrados los cuerpos mutilados de estos “mártires” no se asemeja a un edén.
En el cementerio en Kala-e-Haschmat Khan también se entierra a los vecinos del barrio. Algunos tienen magníficas tumbas mientras otros yacen alineados uno al lado del otro, sin placa con nombre o fechas de nacimiento y muerte. También yacen residentes de la capital cuyos familiares no pudieron pagar el entierro. Y los atacantes suicidas.
En una pared junto al cementerio está pintado el número de teléfono móvil del “sepulturero”. Hadiullah viene rápidamente cuando lo llaman. Todos los atacantes suicidas que se inmolaron en la provincia de Kabul son llevados al cementerio, dice el joven de 18 años. Pero no sabe en cuántas fosas comunes se encuentran enterrados, pero debe haber decenas, dice. “Este lugar es ahora de los terroristas suicidas”, señala Hadiullah.
Al fin y al cabo, sus restos deben ser enterrados en algún lugar, “sino se los comen los perros”. Los familiares nunca visitan las tumbas. Les temen a las fuerzas de seguridad. En una colina sobre el cementerio hay un puesto de control policial. Los muertos son llevados primero a la morgue de la capital y luego son trasladados al cementerio en ambulancia. Los restos mutilados llegan en general en bolsas de plástico. Algunas partes del cuerpo están quemadas, otras manchados de sangre.
En la ambulancia también va un enterrador municipal. No es el trabajo de Hadiullah y él está agradecido por eso. “Odio a los terroristas suicidas. No quiero cavar tumbas para ellos”, dice el sepulturero, que admitió que reza versos del Corán frente a tumbas de drogadictos anónimos, pero no de atacantes que “llevan tristeza a la familia y a amigos”. Un vecino del cementerio dice que no tiene nada en contra de que se entierre ahí a los rebeldes islámicos. No es amigo de los ataques suicidas, pero tampoco de las fuerzas internacionales que están desplegadas en su país.
“Son musulmanes y deben ser enterrados respetuosamente “, afirma el hombre, aunque Hadiullah no está de acuerdo. “La madre de los atacantes suicidas era musulmana, el padre era musulmán y él mismo nació como musulmán. Pero si me hago estallar en el aire para matar a otros, no soy un musulmán””, sentencia Hadiullah.