Juan Valdano
En una de esas tardes de sol agonizante y frente al mar de Tonsupa fue inevitable, para mi, rememorar aquellos versos de Noboa y Caamaño que comienzan diciendo: “Hay tardes en las que uno desearía / embarcarse y partir sin rumbo cierto / y silenciosamente de algún puerto / irse alejando mientras muere el día’”
fakeFCKRemoveVersos como éstos bien podrían tomarse en su sentido literal, el comprensible deseo que a uno lo asalta, a veces, de subir a bordo de un navío y, cual otro Simbad de las leyendas, vagabundear a la deriva por mares desconocidos. Más, aquella sería una lectura plana; el poeta, evidentemente, habla de otro viaje, nos invita a entrar en otra realidad. Como ocurre siempre en el mundo del arte, hay aquí algo sutil y misterioso, un elemento sugerido y encubierto, un reto para la inteligencia y la sensibilidad del lector: el develamiento de un símbolo.
Salustio, hace siglos, dijo una verdad que nadie se ha atrevido a desmentir: el mundo es un objeto simbólico. Y el viaje, ya como simple crónica de travesías reales o como evocación de aventuras imaginadas puede llegar a ser algo más que sembrar un camino o buscar un destino. No en vano es un tema recurrente en la literatura de todos los tiempos.
Ya se trate del retorno a la patria o de la búsqueda de la tierra prometida, del tenaz deseo de conquistar mundos insólitos o de la escatológica aventura de bajar al reino de la muerte, del descenso al centro de nuestro propio corazón, al “topos uranus” del “conócete a ti mismo”, todo esto, todas estas formas de partida, ausencia, búsqueda, conocimiento o añoranza son imágenes posibles del ser humano, ese ser incompleto que corre siempre tras de algo, ese algo que no posee y que lo necesita para ser él mismo. Si miramos la vida humana como una perpetua fuga que se inicia al nacimiento y no para sino en la muerte, un itinerario que transcurre entre edades y paisajes, entonces el símbolo del viaje cobra su sentido.