En los sistemas autoritarios, en los cuales el Estado controla todos los flujos de información, suelen ser muy populares las teorías de la conspiración. La razón es muy simple: hay una profunda desconfianza hacia todo lo que hace o dice el Estado y las teorías de maquinaciones ocultas y sofisticadas suelen ser más satisfactorias para buena parte de la población que las versiones oficiales. Y este ha sido el caso de México en las últimas décadas.
El sistema autoritario que se instaló en el país luego de la Revolución Mexicana permitió el auge del llamado sospechosismo, término patentado por Santiago Creel. Así, ante casi cualquier acontecimiento que afectara la vida pública, surgían siempre teorías conspiratorias: desde la muerte de Álvaro Obregón y el famoso “cállese usted” cuando alguien preguntaba quién lo había mandado matar, en obvia referencia a la autoría intelectual de Plutarco Elías Calles, hasta el secuestro de Diego Fernández de Cevallos, pasando por los asesinatos de Luis Donaldo Colosio o de José Francisco Ruiz Massieu, el surgimiento del EZLN o la victoria del PAN en las elecciones presidenciales de 2000.
Ciertamente, lo anterior no significa que las teorías de la conspiración no sean nunca válidas. Es muy probable que, en efecto, en algunos casos se haya dado alguna maquinación desde el poder para lograr un fin determinado. Sin embargo, la popularidad de este tipo de explicaciones ha acabado por convertirse en una costumbre que simplemente deja de lado cualquier tipo de análisis probatorio. Además, la propia lógica de estas teorías impide la valoración de cualquier evidencia.
De hecho, cualquier prueba que apoye la versión oficial de un hecho es vista como una comprobación de la teoría: es tan claro que hay una maquinación que el gobierno ya fabricó las pruebas para apoyar su versión, se dice.
“Pues, ¿qué esperabas?, ¿que dejaran evidencia de su conspiración?”, se afirma. “Pues, si no son estúpidos’”, se insiste. Obviamente, frente a este tipo de argumentación el gobierno mexicano —de hecho, cualquier gobierno— no tiene ninguna escapatoria.
Las teorías de la conspiración han encontrado campo fértil para desarrollarse en los últimos años en el contexto de la guerra contra el narcotráfico. Hay incluso quienes afirman, como George Friedman, presidente de la prestigiada firma de análisis estratégico Straffor, que la guerra contra las drogas de Calderón es sólo una “pantalla” y que la ineficiencia en el combate al narco es producto de una política racional para que el país pueda recibir los beneficios económicos que deja el tráfico de drogas.