Flavio Paredes,Redacción CulturaLa lluvia que caía persistentemente sobre los páramos de Urbina anunciaba el pronto arribo a Riobamba. Bajo un cielo gris se abrían los verdes potreros, donde el ganado busca su alimento. Rompiendo la quietud del momento, tres jinetes cabalgaban por el monte. Sus ponchos rayados de colores diversos seguían los caprichos del viento serrano.Aproximadamente tres horas de viaje sobre la Panamericana concluían cuando se avizoraron las primeras casas de la capital chimboracense. Allí, a los 2 700 metros en el centro de los Andes ecuatorianos la tauromaquia aún mantiene un reducto.Tan arraigada está la tradición que semanas atrás carrozas dieciochescas, muchachas y hombres ataviados a la usanza típica española desfilaron por las calles de la ciudad, para anunciar la realización de una corrida goyesca. Un tipo de fiesta brava que recoge elementos de las corridas españolas del siglo XVIII y que reciben tal calificativo, pues fue el pintor Francisco de Goya quien plasmó en tintas y grabados estas tardes de toros, cuya principal, sino única, diferencia es el traje que lucen los matadores.Un traje caracterizado por el corte clásico de la chaquetilla que, adornada con borlas y bordados, conserva una estética aristocrática. Sobre su cabeza el torero usará una cofia, una redecilla o una montera de más simple hechura que la usada actualmente. Justamente, los ayudantes de Mariano Cruz Ordóñez, torero que actuó esa tarde, terminaban de vestirlo horas antes del festejo, mientras una banda de pueblo tocaba melodías de la tierra. Tras un minuto en silencio frente a una mesa llena de estampillas religiosas, Cruz salió de la habitación escoltado por su mozo de espadas quien cargaba todos los trastes de torear. En el pasillo se encontró con Leonardo Benítez el matador venezolano que encabezaba el cartel. Minutos después se les unió el ecuatoriano Curro Reyes, quien tomaba la alternativa.Juntos salieron a la calle donde jovencitas vestidas de majas, niños, de toreros; carros alegóricos y caballos se alistaban a desfilar rumbo a la Plaza de Toros Raúl Dávalos. En una de las carrozas iba Ana Josefina, la reina de Chimborazo, quien, junto a la Policía Nacional, organizó esta corrida con fines benéficos.Fueron pocas cuadras las que recorrió el cortejo hasta el coso. En el trayecto, pasó junto a la Estación de Ferrocarriles y algunas casas antiguas. A los lados de la calle se acomodaban por igual indígenas, mestizos y turistas. Sobre las aceras se armaba una amalgama de ponchos rojos, mochilas de colores, botas de caucho y otras de ‘trekking’, rostros diversos . Se trataba de un colectivo culturalmente mixto, que tanto admiraba las nieves del Chimborazo en su esplendor divino, como acompañaba a un séquito que se dirigía a un ritual de sangre y arte.El ocaso acompañó la llegada de toreros y subalternos a la arena, el público tomó posición en los graderíos y balcones de la plaza, sonaron los clarines…Los toros de las ganaderías Puchalitola, Daular y Campo Bravo dieron un juego disparejo, siendo Castoreño, un bermejo de 470 Kg., el mejor de la tarde. El resto corrió por cuenta de los designios del azar y las cuestiones del destino, entre una fiesta brava goyesca y el frío del ande ecuatoriano…