Quito, como pocos la han visto

El fotógrafo Augusto de la Rosa,  a sus 94 años, posa con una de sus cámaras de fotos y con la centenaria Plaza de San Francisco de fondo.

El fotógrafo Augusto de la Rosa, a sus 94 años, posa con una de sus cámaras de fotos y con la centenaria Plaza de San Francisco de fondo.

El fotógrafo de 94 años Augusto De la Rosa percibe al centro de Quito con la avidez de un niño travieso. De hecho conserva aquella inquieta actitud que le animó, por los azares de la vida, a asumir a los 15 años una profesión, para comienzos del siglo XX, misteriosa y mágica: la fotografía.

Hablé con César De la Rosa, quien heredó el oficio de su padre. Le pedí que le dijera a don Augusto, uno de los artífices de la fotografía quiteña, que le proponía un recorrido por los sitios más entrañables del territorio en el que trabajó más de 60 años, el casco colonial, donde las “bolas” (chismes) políticas aún van de boca en boca y donde los cafés y las cantinas para la tertulia tenían el encanto de lo oculto.

“A mi padre le agradará la idea”, respondió César, fotógrafo por más de cuatro décadas en varios medios impresos.

El pasado lunes 10, puntualito, a las 09:00, Augusto De la Rosa estaba en el lugar convenido: la puerta principal del Palacio Arzobispal. Pequeño y afable llevaba un sombrero gris, vestía un saco del mismo tono y un pantalón de casimir azul. Parecía un oficinista de los años cincuenta, dispuesto a batirse con una maraña de papeles.

A don Augusto le escoltaban los dos hijos, César y Jaime, camarógrafo y también fotógrafo de toda la vida; los dos, jubilados. El viejo fotógrafo escudriñó el monumento de la Independencia. “Yo no sé por qué quitaron las bolas de concreto que rodeaban al león, eran tan grandes como las bolas políticas”, dijo, y esbozó una sonrisa.

¿Cómo le siente a Quito?, le pregunté antes de la caminata. Repasó su mirada por el entorno. “El paisaje está casi igualito, pero la bulla es tremenda, hay tantos carros, tantos barrios por todo lado, tantos edificios de cristal, parecidos a los que veía en los años 40 en las fotos de ciudades lejanas, que venían por la radiofoto de los periódicos” -se refirió al memorable equipo que tenía un rodillo de papel, instalado en la cámara oscura del laboratorio fotográfico; la máquina recibía las imágenes en puntitos de luz, lo que hoy serían los píxeles.

Don Augusto caminaba despacio. En la esquina de la Chile y García Moreno se detuvo. Contempló el Palacio. Aquí captó fotos de “todos los presidentes, desde Isidro Ayora, un gran salubrista, quien gobernó a finales de los 20; de Federico Páez; de Arroyo del Río; del general Enríquez Gallo, un militar progresista que expidió el Código del Trabajo; de don Galo Plaza, justo, ecuánime; del doctor Carlos Julio Arosemena, cálido y amigable; de Otto Arosemena; de los militares de la Junta de 1964”.

“¿Se olvidó del doctor Velasco Ibarra?”. “Qué va, era tan elegante y furibundo, inteligente y disciplinado, yo no sé por qué, pero él se caía del poder justo al cumplir un año, excepto en el período que culminó (1952-1956)”.

El fotógrafo levantó su brazo derecho y señaló el ala del Palacio, en la calle Chile. “Ahí quedaba la Cámara de Senadores y Diputados, solo una cortina la dividía, cuando los diputados querían reunirse, levantaban la cortina, era por los años 40”. El sol agobiaba. La bulla igual. Los gritos destemplados de los vendedores ahogaban las palabras de Augusto. Al llegar a la Chile y Benalcázar, sus ojos cafés se posaron en el antiguo edificio de Diario EL COMERCIO. “En el subsuelo operaba una inmensa rotativa, el piso tronaba durante la impresión, yo trabajé en este Diario entre 1935 y 1941”. Nombró a algunos jefes y colegas: Gerardo Chiriboga, Gerardo Enríquez, Joaquín Mena'

“Su memoria es lúcida, es fotográfica”, le dije. Los hijos asintieron. El padre recordó que antes “todo se hacía a pie, yo no tomaba ni el tranvía, la ciudad era solo el centro, por el norte llegaba hasta la Colón, por el sur hasta Chimbacalle; cargaba mi trípode, mi cámara Kodak de placas de vidrio y a caminar, por eso soy sanito”. “¿Placas de vidrio?”. “Claro, yo llevaba los chasís o placas de vidrio delicado, tenían emulsión de gelatina y nitrato de plata, en las cuales fijaban las imágenes de los políticos, de los artistas –como Benítez y Valencia y Carlota Jaramillo–, o personajes de la ciu-dad como el Diablo Ocioso, La Torera, soñadora de su ilusoria alcurnia”, respondió.

A las 11:30 ingresamos a su iglesia más querida, El Sagrario, contigua a la Catedral. Las columnas refulgían. La gente oraba a sus santos.

“Yo llegué a Quito desde Tulcán a los 14 años. Mis padres vinieron a instalar una tiendita de víveres. De chico venía a El Sagrario, porque después de los bautizos gritábamos ¡capillos! Y los padrinos lanzaban monedas, era tan lindo”. Cerca del templo captó las fotos de la revuelta en contra del general Guillermo Rodríguez Lara, en 1975. Fue una balacera que duró 17 horas. “Parecía que el Palacio y su gran reloj se caían”.

El Sagrario quedó en la penumbra del incienso. Mientras caminábamos a la cafetería Modelo, en la Bolívar y García Moreno, el fotógrafo confesó que a los 15 años trabajó en el Hotel Metropolitano, el más cotizado. Era maletero. Isidoro Freire, un compañero, le presentó a Cruz Ignacio Pazmiño, pionero de la fotografía en Ecuador, quien tenía un laboratorio en la calle Pereira y un almacén de insumos gráficos en la Venezuela y Bolívar. “Me convertí en oficial-ayudante de Pazmiño. Ahí se definió mi destino”.

Al mediodía, la cafetería bullía. Las paredes estaban tapizadas de fotos de artistas inolvidables: Don Evaristo, el guitarrista Carlos Bonilla, Mélida Jaramillo. “Venía a este café, pero iba con mis amigos al Bar Quito, a la Cueva del Oso, donde la Zamba Teresa, bebíamos copitas del puro de Calacalí, que era el mejor”.

“¿Dónde quedaba la zona roja?”. Don Augusto soltó una carcajada. “Por el Aguarico, arriba de la Imbabura, en el primer piso había las tiendas y adentro los cuartitos, donde los hombres se desocupaban, sin boleros ni pasillos, todo en silencio, en susurros”. Ama el centro. “Aquí viví en 20 casas diversas, tantas casas queridas, tuve dos estudios fotográficos, en los que mi esposa, Piedad Arauz, aprendió a tomar fotos y a revelar, lo mismo hicieron mis hijos”.

Después de un refrigerio cruzamos la ciudad, al norte, para ver la muestra de Augusto en el Colegio de Arquitectos, auspiciada por el Consejo Nacional de Cultura. Son 34 fotos de gran formato, hechas en tres décadas: desde los 40 hasta los 70. Como si fuese una película antigua van pasando los cuadros de Santo Domingo, con un Mariscal Sucre dominante; la bella actriz y cantante mexicana Rosita Quintana, en un Buick, rodeada de una delirante multitud quiteña; 30 soldados custodiando los primeros barriles de petróleo; La Y, un sendero de piedra y su rótulo de Good Year.

Martes 11 de mayo. 10:00. Don Augusto nos recibe en su confortable departamento de la calle Machala, norte de Quito. Le acompañan su esposa, César y Jaime. Doña Piedad es bajita como Augusto. En la sala resaltan dos fotos: la pareja feliz tras celebrar 73 años de matrimonio; en la otra, fechada a principios de los 50, se ven jóvenes. “Es de las primeras fotos a color”, dice Augusto. Estamos en el tercer piso. Al fondo, un conjunto de edificios se difumina. Un jugo de naranja aplaca el calor. Piedad, de pelo blanco y ojos negros, sonríe al evocar sus años felices junto al hombre de su vida. “Nos conocimos en una fiesta de un bautizo de las guaguas de pan, en noviembre; bailamos valses y pasillos y nos enamoramos, teníamos 20 años, siempre admiré su honestidad, su amor al trabajo, a la familia”. Iban al cine Puerta del Sol, a las verbenas, bajo la atenta mirada de doña Dolores Fernández, madre de Piedad.

Augusto enseña una reliquia de más de 80 años: la cámara de placas de vidrio. Tiene un fuelle como de acordeón y los insólitos vidrios que fijaban a la gente para la posteridad. No olvida las máquinas de película plana y de rollo de 35 mm que luego usó.

Los otros hijos de la pareja se llaman Óscar, arquitecto, y Elena. Augusto y Piedad tienen 13 nietos y 20 bisnietos. Los dos miran la máquina antigua, el fuelle que se estira un metro, aquella reliquia que hechizaba a un Quito lejano y silencioso.

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