Un Presidente que no midió las consecuencias

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Olga Imbaquingo,

Corresponsal en Washington

Que la historia lo juzgue. George W. Bush, expresidente de los Estados Unidos, dobla a medias las banderas de su arrogancia y reza para que el tiempo y las nuevas generaciones le otorguen un lugar digno entre los mandatarios de su país, derecho que hoy no lo tiene.

Él mismo lo reconoce en su libro de memorias Decision Points (Puntos decisivos, en español). Y si llega a ocurrir ya no estará vivo. Por ahora, es considerado el presidente más guerrero que no midió las consecuencias de sus decisiones, aunque le gustaría que lo recuerden como aquel que desenvainó la espada por las libertades, los derechos humanos y la democracia en el mundo.

Casi 500 páginas de tibias autojustificaciones, sin mea culpas del por qué invadió Irak, de la fallas en la estrategia en Afganistán, de la crisis financiera o de la parsimonia con la que su gobierno actuó en el huracán Katrina que devastó Nueva Orleans.

Al contrario de sus ocho años de gobierno republicano, su libro no es extenuante. En su recuento, cuidadosamente elaborado y apoyado por un equipo de editores, redunda en forzadas modestias, en abundantes quizás y en la ilusión del gran presidente que pudo ser y no fue.

En el capítulo sobre el huracán Katrina es convincente y emocional. Katrina “erosionó la confianza de sus ciudadanos en el gobierno, exacerbó la división social y política y puso una nube negra sobre mi segundo mandato”, escribe el ex mandatario.

Al igual que en su gobierno, su viaje de recuerdos es una epifanía a Dios que deviene en un moralista de las verdades bíblicas. La historia ya lo juzgó al respecto: Bush usó a la religión y dio a los grupos religiosos, sobre todo a los protestantes, poder y recursos para promover su agenda.

Su primera experiencia literaria confirma lo que fue notorio y los analistas en política internacional lo anticiparon desde el momento que ocurrieron los atentados del 11 de septiembre del 2001: América Latina desapareció del radar de Bush y de sus Puntos Decisivos también.

En un solo renglón se refiere al ex presidente Álvaro Uribe a quien lo califica de un líder valiente que reclamó la soberanía de los territorios tomados por los narcotraficantes.

La pluma de Bush llama al presidente venezolano Hugo Chávez, su opositor más visible de la región, el Robert Mugabe de América del Sur. En referencia al mandatario de Zimbabwe que aplica una política agresiva de expropiación de tierras.

En otro momento, llama a Chávez “dictador antiestadounidense”, quien “tristemente robó el dinero de los venezolanos y está arruinando al país. Lamentablemente los líderes de Nicaragua, Bolivia y Ecuador han seguido su ejemplo”.

México, su vecino del sur, borrado de su mapa. Cuba, a quien el mismo Bush lo agregó a la lista del eje del mal de la región, también está eliminada de sus memorias. En cambio se explaya en alabanzas para el ex primer ministro británico Tony Blair, su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld y su vicepresidente Dick Cheney. Todos ellos hombres protagonistas de la guerra en Irak.

El hijo díscolo de una de las familias aristocráticas de la política estadounidense llegó al poder en el 2000. Para muchos votantes, su primer mandato fue un regalo de la Corte Suprema más que una opción del electorado estadounidense. Este es uno de los temas tabú en EE.UU. que en sus memorias habla más del estrés personal, por la larga espera de saber quién ganó, que del vergonzoso recuento de votos que al final resultó dando el triunfo a Al Gore.

El presidente torpe, desinformado, inculto, carente de curiosidad, sordo y ciego que la literatura política pintó durante sus años de gobierno, en sus memorias se revela lo contrario: observador, bien informado, inquisitivo, intuitivo, humilde y sobre todo responsable, pero también defensivo y evasivo. Tan responsable que no vio ni ve, en la actualidad, nada de malo en aplicar la técnica de tortura de ahogamiento.

“Sin duda, el procedimiento era duro, pero los expertos médicos le aseguraron a la CIA que no lastima”. Era un asunto de escoger entre seguridad y valores, se justifica. “Si no autorizaba esas técnicas de tortura a los líderes de Al Qaeda habría tenido que aceptar que los Estados Unidos estaban en serio riesgo de ser atacada otra vez. Mi más solemne responsabilidad como presidente era proteger al país. Yo aprobé esas técnicas de interrogación”.

Invadir Irak pudo ser una de los momentos de más agonía para un presidente, pero en sus memorias llega a tal su abstracción que su decisión se revela como una acción predestinada para hoy gozar de un mundo mejor sin la presencia de Saddam Hussein.

Si lo hizo en el teatro de los hechos en su obra escrita nunca se detiene a pensar que talvez esas armas no existían. “Nadie estaba mintiendo, todos estábamos equivocados' Todavía me duele cuando pienso que no encontramos esas armas”.

Así terminó convirtiendo a su guerra en una de las razones que llevó a la recesión del país, otro de los grandes errores de su política de desregulación y que terminó por esculpir la última frase de su gobierno en sus propias palabras: “Me sentí como un capitán de un barco que está a la deriva' fue la manera más fea de terminar la presidencia”.

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