Johannesburgo es una ciudad de contrastes, con destartalados carros que se parecen a nuestros viejos Dodge y de Audis y Mercedes recién salidos del concesionario. Es una ciudad de casas de techos bajos en los suburbios y de altas construcciones en el centro, de negros que soplan vuvuzelas en la entrada a Soweto mientras bailan y de delgadas rubias que esparcen por Sandton su aroma a Chanell Number Five. La autopista se dobla hacia la izquierda y nos aleja las imágenes de ese tercer mundo para mostrarnos su cara de primer mundo, de hoteles de lujo con fachadas imponentes, de torres de cristales verdes y azules. La mañana del martes es la más fría desde que empezó el Mundial. La temperatura es de seis grados, pero el sol es radiante y el azul de su cielo, profundo. Sandton es un exclusivo barrio de bancos y oficinas de importantes empresas, de restaurantes de servilletas finas y de edificios de apartamentos, como Torres Michelangelo, por los que se pagan hasta USD 5 millones. Es el corazón en el que palpita la primera economía de África. En ese retrato sudafricano de Manhatann, hay una contradicción más: la Plaza Mandela. En ese suelo camina un Nelson Mandela enorme de bronce en la entrada del centro comercial más ‘chic’ de la ciudad, también llamado Plaza Mandela: es la hebilla del cinturón de la sofisticada vida nocturna de la ciudad. Es una estatua de seis metros, paso ‘obligado’ desde el 31 de marzo del 2004, cuando fue descubierta para honrar al hombre que cambió esta nación. En medio del lujo blanco, está el símbolo de la lucha negra contra la opresión del Apartheid. La obra pesa 2,5 toneladas y mide 2,3 m desde el codo. De hombro a hombro tiene 1,7 metros y calza un metro. El marco de la plaza son restaurantes de comida francesa, mediterránea, portuguesa o española. Por esta época de Mundial, este es uno de los epicentros de los hinchas venidos del mundo entero, que filman y fotografían al gigante ex presidente y Nobel de Paz. Hay ambiente de fiesta y bullicio, pero, curiosamente, no suenan los furiosos elefantes hechos vuvuzelas (trompetas), que parecen propios de otros barrios menos elegantes, menos ‘fashion’, menos opulentos.