El día que llegó al mundo Fryderyk Chopin, el 1° de marzo de 1810, debió aparecer alguna señal en el cielo de Europa. Por lo menos así le gusta conjeturar a nuestra fantasía de seres comunes. Como fue hijo de padre francés y madre polaca, fue reivindicado por los polacos como una gloria nacional, mientras los franceses lo hicieron uno de los suyos. Por eso André Gide reconocía en su obra una iluminación que le venía de los ancestros maternos, y al mismo tiempo un carácter de fuerte tradición paterna.
Ocurre además que es difícil ubicar a Chopin en alguna de las dos tendencias que enfrentaron a gran parte de los románticos: un ideal conflictivo, enigmático, sumergido en un bosque de antinomias, con una concepción programática de la música, al estilo Berlioz; o por el contrario, aunque más cerca de él, el culto por la música como lenguaje autónomo, sin lastre literario y anecdótico, protagonizado por Mendelssohn y luego por Brahms.
La historia se encargó, durante décadas, de crear una imagen tormentosa de Chopin, convirtiéndolo en paladín del romanticismo desordenado y frenéticamente confesional. Sin embargo, quienes se aplicaron tan solo a estudiar a fondo su música, advirtieron que sus composiciones exhiben, por el contrario, una afanosa búsqueda de lógica, de claridad y perfección formal, junto a un agudo sentido de las proporciones.
Es que además gran parte de su correspondencia nos lo muestra indiferente a aquellas polémicas estéticas. A través del piano, el vehículo fundamental de su existencia, Chopin fija un estilo y abre caminos.
Mazurcas, valses, nocturnos, polonesas y baladas, sonatas, preludios y scherzi. Todo ese repertorio resume a Chopin. Y el siglo XXI, a medida que cada nuevo intérprete, cada nuevo amante, lo descubre, renueva la alegría de extasiarse con un creador absolutamente irrepetible en su genialidad.