Olga Imbaquingo,
Corresponsal en Nueva York
Es verano y es cuando Nueva York vive en permanente celebración al arte de existir, al amor a la tierra que se dejó y a la que les abrió los brazos para seguir soñando.
Las formas, los colores, la vestimenta, la música y las razas podrán ser distintas, pero la razón siempre es la misma: celebrar el hecho de crecer como sociedad y como nación. Hoy 4 de julio, Día de la Independencia, saltarán al espacio nocturno fuegos artificiales. Esa es la forma de celebrar y agradecer a George Washington -el Simón Bolívar estadounidense- y a sus hombres por la libertad.
Lo hacen con un derroche de luces que pasa por Nueva York, sube a Boston, baja a Miami y llega hasta Naco, un pueblo fronterizo en Arizona.
Más de 230 años después, el país es un arco iris de razas y credos y Nueva York es el puesto de avanzada donde mejor se representa este atlas étnico y viviente del planeta, que hace del verano la época ideal para ofrecerse como realmente es: una ciudad ecléctica, lúdica, vibrante y en plena libertad de poner en la olla a negros y blancos y sus matices; gays y heterosexuales; moros, judíos y cristianos.
De eso sale una ‘cultura fanesca’ o melting-pot, el adjetivo que mejor la calza a la ciudad. La Pequeña Italia tiene sus fiestas de San Genaro, buen día para el ‘torrone’ y el ‘gelato’, con notas musicales a veces de Paolo Conte o Lucio Dalla.
Cuando a esas voces se las lleva el viento, en su reemplazo está Diana; ella, dice el vendedor chino de carteras, es una de las últimas sensaciones del pop chino. Chinatown está allí, muy juntito a la Pequeña Italia. Los chinos también tienen su desfile, este es invierno, para honrar a su dragón o a su año del caballo o el gallo.
Es en Nueva York donde en la misma avenida Whitney, en Queens, cuyo paisaje comercial está dominado por los asiáticos, un día el Señor de los Milagros del Perú se pasea en una pesadísima anda sostenida sobre los hombros de sus fieles. La devoción viste a los hombres de túnicas moradas, el color de la penitencia, y las mujeres desempolvan el velo y recuperan el incensario donde ponen a quemar la mirra.
Semanas después es la diosa india Shiva la que en carrozas llenas de flores avanza sobre esa misma avenida, flanqueada por mujeres que para la ocasión visten sus mejores saris, dejando la boca abierta de admiración a los chinos, latinos, árabes y a los pocos irlandeses que todavía viven en el barrio.
Si en la procesión peruana el sonido lo ponen los cantos a capela de mujeres, mientras los rostros de los fieles adquieren una expresión de eterna resignación, en el desfile indio un hombre y una mujer intercalan los versos y la música con un ritmo contagioso que pone a bailar a niñas y mujeres en perfecta armonía.
Es el carnaval de la diversidad, con sus diferentes significados dependiendo de donde se venga, pero que una vez en Nueva York adquiere un sentido de pertenencia que atrae a cientos de miles de ciudadanos cada fin de junio. Se juntan para honrar, por ejemplo, los esfuerzos de esos octogenarios gays que vivieron tiempos difíciles cuando decidieron salir del armario.
Gracias a esa vieja guardia, la de hoy pide a gritos que les den el derecho a casarse entre ellos y a adoptar hijos y protagoniza el desfile más multitudinario, colorido y a momentos enternecedor de Nueva York; especialmente cuando se ve pasar a parejas que ya llevan 30 ó 40 años juntos y que juran que se aman más que nunca.
Así es Nueva York y también es como dice el alcalde de la ciudad, Michael Bloomberg: “la ciudad para todos menos para los intolerantes”.
Aquí no hay el desfile del partido verde pero a cambio hay el de las sirenas, una oda al mar. Desde todos los barrios llegan a Coney Island los neoyorquinos vestidos de pulpos, tiburones, pececitos de colores y hasta de corsarios.
Es la fiesta para celebrar la vida del mar, donde no está ausente la denuncia y la protesta. La de este año fue contra la British Petroleum y el derrame que sigue ahogando la vida en el Golfo de México.