Calado hasta el bividí, pero con el aplomo intacto. Así avanza –saltando charcos, esquivando buses– el ejecutivo quiteño. Un aguacero torrencial se ha desatado en menos de diez minutos sobre las calles del norte. Unas chispitas primero, después unas gruesas gotas y finalmente lo que parecen ser baldazos de agua fría caen sobre su elegancia.
Son las 16:30 de un viernes, hora de salida de las oficinas. La avenida Amazonas, a la altura de la Administración Zonal Norte del Municipio, parece un enorme y frenético avispero. La lluvia acelera el ritmo de los viandantes y entorpece el de los vehículos.
El hombre del traje surca las cochas con pericia. A pasos rápidos (pero sin correr) se protege bajo la primera parada de bus que se cruza en su camino. Estatura mediana, cabello peinado hacia atrás, mocasines y un traje oscuro, que no ha perdido las líneas del planchado. En fin, un burócrata quiteño de aspecto normal. Es decir, de aspecto formal.
Pero hay un detalle que no encaja en esa caótica escena: el hombre mantiene la mano en su bolsillo, en una pose casual, que remite a los catálogos de ropa masculina.
Es un gesto extraño (y sobre todo incómodo), si hablamos de alguien que soporta un chaparrón. Pero, un momento: es cuestión de percatarse que no se trata de algo tan inusual. Por la izquierda, por la derecha, por el frente’ hombres de traje corren (o caminan disimuladamente rápido) replicando el mismo gesto. Todos con terno. Todos inmutables bajo el aguacero. Sin perder la compostura, ni una impostada elegancia. ¿De qué se trata todo esto?
“Todo es parte de la pinta”, explica un joven ejecutivo que sale de las oficinas de Diners. Por “la pinta” alude a la facha, al “buen ver”, a la “parada”. A esa tan quiteña actitud de dar enorme importancia a la forma. A la raya del pantalón (del traje de pequeña sastrería o de tienda exclusiva). A la imagen, aun por sobre la comodidad o el sentido común. “En mi oficina hay una especie de competencia por llevar el mejor terno”. Un buen traje puede costar hasta 600 dólares, dice este joven, en lo que parece una estimación conservadora. “Yo tengo uno”…
Igual de incómodo y mojado que él, se ve el cuarentón enternado que camina por la avenida Amazonas, de norte a sur. Lleva un enorme paraguas en una mano (la otra, por supuesto, está en el bolsillo) y camina con prosa. Este gerente comercial de una “firma de asesores”, opina al paso, pues lleva prisa, como corresponde a su cargo. “Una buena imagen vende”, asegura. “Yo uso terno de lunes a viernes”.
La chaqueta, el “zapato de suela” (brillante gracias al “Griffin” o a las artes de algún pequeño lustrabotas); la corbata (de la que muchos se liberan los viernes) y, por supuesto, la actitud: todo eso cuenta. “Soy la imagen de mi empresa”, se enorgullece un ejecutivo de cuentas de Yanbal, que asegura que usa terno “de lunes a domingo, llueva, truena o relampaguee”. ¿Cómo dudarlo si corre bajo la lluvia sin que se le note el apremio ni el frío?
El hábito no hace al monje, pero el traje parece ser la carta de presentación de muchos quiteños del tipo formal. Es, a la vez, una poderosa herramienta a la hora de mostrar esa proverbial caballerosidad capitalina.
Que lo diga si no el hombre de abultada cabellera (al mejor estilo de ‘El Puma’) quien, con gesto ampuloso, se desprende de su chaqueta y la levanta en el aire para dejarla caer con delicadeza sobre los hombros de la compañera de oficina, que sale junto a él de un banco cercano. No hay nada que hacer: no hay como un quiteño, un viernes final de jornada, y bajo la lluvia, para mostrarle al mundo lo que es lucir un traje…