“El miedo está metido en nuestro cuerpo, como una enfermedad”

Yahya Okla, de 48 años, manosea un rosario. Recostado sobre un pequeño colchón en la sala de estar, sorbe el té que le han servido sus compañeros de piso. “No hablamos de nuestros sentimientos porque no hay palabras que los puedan definir”, dice Yahya. “El miedo está metido en nuestro cuerpo, como una enfermedad”.

Con la mirada ausente, enciende otro cigarro. Ya no está en Siria, sino en el sur de Turquía, donde se ha refugiado junto a su mujer y sus cinco hijos, pero parece que la ansiedad sigue acosándole. Introspectivo, Yahya desgrana los peligros que ha corrido su familia y traslada el relato una y otra vez a Siria. “No podemos deshacernos de esta sensación de miedo. Cuando oímos el sonido de un avión, nuestra mente vuelve al pasado. No es fácil superarlo”.

La crisis siria ya ha obligado a más de 2,2 millones de personas a abandonar el país. En Turquía hay unos 600.000 refugiados, según las autoridades. La mayoría de ellos vive fuera de los campos de refugiados dispuestos a lo largo de la frontera. Yahya reside de forma provisional en Kahramanmaraş, una localidad del sur turco donde trabaja como albañil, pero su familia sigue en uno de los campos, a más de cien kilómetros. “Aquí la situación es mucho mejor que en Siria”, respira aliviado. “Al menos es un lugar seguro, no hay bombardeos”, abunda.

La guerra y la destrucción han quedado atrás para Yahya, pero ahora dan paso a la realidad del refugiado en Turquía: un escenario de incertidumbres donde se habla otro idioma y los códigos no son compartidos. En el exilio, Yahya ha conservado su rosario y unos pantalones: los que llevaba puestos cuando un ataque aéreo arrasó el vecindario mientras él pintaba una puerta de su domicilio en las afueras de Alepo, la principal ciudad del norte de Siria. “Destruyeron nuestra casa. Mataron a la gente que se quedó. Eran tantos cadáveres que no podían ni enterrarlos”, recuerda. Fue el principio de su huida.

La familia cargó con sus livianas maletas por varias aldeas en los aledaños de Alepo. Hasta que llegaron a un campo que aloja a más de 10.000 desplazados en la frontera entre Siria y Turquía, no muy lejos de donde se halla uno de los hospitales de Médicos Sin Fronteras (MSF) en el norte de Siria. Fue allí donde conocimos por primera vez a Yahya, el pasado mes de mayo. Pero la guerra ya ni siquiera respeta los campos de desplazados. “Un misil cayó a siete metros de nuestra tienda de campaña, pero no explotó. Los niños estaban aterrorizados”, suspira Yahya, que tardó poco en salir del país.

“Mi sueño no es ni Turquía ni vivir en un campo, sino estar en mi casa, en mi país”, insistía cuando estaba en el campo. Medio año después, ha cambiado la tienda de campaña por un pequeño piso en el sur de Turquía. Se siente mucho más seguro, pero sigue pronunciando la palabra sueño, porque volver a casa parece cada vez más difícil.

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