Hugo Chávez, un hombre que sabe fabricar telenovelas

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Alberto Barrera T., para El Tiempo, GDA

Durante una entrevista, en su primera campaña electoral en 1998, Hugo Chávez recordó cómo había participado una noche en Sábado sensacional, un famoso y maratónico programa de variedades que existe en Venezuela. Entre divertido y entusiasmado, el candidato rememoró aquel momento, la coronación de una miss si no mal recuerdo, cuando él -junto a otros dos o tres soldados- descendió en paracaídas, trayendo desde el cielo un regalo para las concursantes.

La anécdota contrasta con la imagen de sí mismo que promueve el ‘Comandante Chávez’. Hay poco heroísmo y poca izquierda en ese espectáculo. Por eso quizás, ahora, desde el poder, intenta reconstruir una memoria diferente, que lo ubique más cerca de Fidel Castro que de Juan Gabriel.

Hugo Chávez es el primer presidente venezolano nacido en la época de la televisión. Cuando despertó, la televisión ya estaba ahí. En una entrevista a la revista chilena Qué pasa, afirmó que de niño, mientras todos sus compañeritos querían ser como Superman, él en realidad deseaba ser como Simón Bolívar.

Probablemente esto también forma parte de ese nuevo pasado legendario que necesita inventarse, pero lo importante es que retrata muy bien el espacio referencial que dominó su niñez, una infancia pobre, en un pueblo rural de los llanos venezolanos, hasta donde, sin embargo, también llegaron los íconos del cómic, el cielo de los mass-media. Pero esto no basta para explicar la importancia que Chávez le da a la comunicación masiva, su continua actuación como animador de espectáculos. Quizás hay que mirar un poco más su propia historia política. En febrero de 1992, Hugo Chávez comanda un golpe de Estado en contra del presidente Carlos Andrés Pérez. Aunque sus compañeros de armas logran conquistar sus objetivos en diferentes lugares del país, Chávez fracasa en Caracas y, al final, aparece unos segundos en la televisión, llamando a los otros golpistas a rendirse.

En ese breve instante fue tocado por el dios rating. El rechazo de los venezolanos a los partidos políticos tradicionales, sumado a la ceguera de una élite incapaz de leer la pobreza en que vivían las mayorías, construyó el escenario ideal para que el soldado comenzara a convertirse en ídolo. Gracias a la televisión, una chapuza militar tuvo éxito. Una nueva lógica política se inauguró en el país: su fracaso lo hizo famoso; su fama, Presidente.

Esta marca de nacimiento ha terminado transformándose en uno de los sellos fundamentales de Chávez y de su acción pública. Su más claro plan de gobierno es él mismo. Se ha dedicado casi una década a promocionarse, a reinventar un Estado a su medida personal, a lograr que un país esté hablando de él, a favor o en contra, todo el tiempo. Con el paso del tiempo, Chávez parece haber entendido que la popularidad también puede ser una potable forma de tiranía. “Chávez equivocó definitivamente su profesión -dijo Alberto Muller Rojas, general retirado y jefe de la campaña electoral de Chávez en 1998-. Él hubiera sido un comunicador de primer orden, Aquí, en el mundo de la televisión, del cine, no hay un tipo como él”.

Ciertamente: Chávez es una marca contundente. Un contagio. Una emoción que produce gran fidelidad. No es un simple carisma, actuando silvestremente. Hay mucho cálculo, mucha planificación.

Detrás de sus apariciones, hay siempre un guión, una inteligencia que se ha detenido a pensar antes en la audiencia, en el espectáculo. Aquello que luce improvisado, que parece un rapto de intemperancia, quizás sea una escena fraguada desde hace mucho, diseñada y actuada con una maestría muy peculiar.

Chávez construye su autobiografía diariamente. Siempre es autorreferencial. Habla de sí mismo, de su niñez; rememora o inventa una anécdota de su juventud, reproduce y actúa una antigua conversación; narra de pronto un suceso del presente, un intento de magnicidio donde nuevamente estuvo a punto de morir. Canta, baila, recita. Su vida sirve de espejo narrativo para explicar o ejemplificar cualquier tema: la guerra en el Medio Oriente o la siembra de sorgo en el piedemonte andino del país, el socialismo del siglo XXI o un nuevo plan de lectura revolucionario... Chávez es el principal mensaje de Chávez.

No hay pudor. No hay tampoco intimidad. La historia pública del país es, también, la historia privada de Chávez. Hubo un tiempo en que, junto a su figura, repartida en vallas publicitarias por el país, se acompañaba de esta leyenda: “Chávez es el pueblo”. No hay diferencia. Entre la revolución que propone darle todo el poder al pueblo y el gobierno que saquea el Estado y las instituciones para darle todo el poder a Chávez, no hay ninguna contradicción.

Se trata de la misma historia, de una única historia de amor. Así lo pregona el mismo Presidente. Sus campañas electorales, donde ha resultado generalmente victorioso, combinan una agresividad desmesurada con unas impresionantes dosis de cursilería.

Chávez invoca el amor verdadero, convierte la administración pública en un asunto afectivo, hace de la gerencia del país un melodrama donde el pueblo y él son los protagonistas de un amor interminable, de una pasión que siempre corre detrás de su final feliz.

La retórica chavista tiene bastante que ver con la tradición de la radionovela y de la telenovela. No solo en su sentido más rítmico -la telenovela también, más que verse se escucha-, en la reiteración musical del discurso, sino en el uso de parábolas, en la ausencia de formulaciones sustantivas, abstractas, en la elección del cuento como forma de explicación de lo real. También se basa en la construcción de un héroe popular que se levanta desde todas las miserias y consigue finalmente la venganza, la fortuna y la felicidad.

Chávez es una versión exitosa de esa concepción melodramática de la historia. Pasó de la cárcel a la Presidencia. Su historia -la real y la que construye verbalmente, día a día- tiene mucho de bolero, de tango, de canción ranchera.

Esto, dentro de las características de un país petrolero, puede adquirir dimensiones apoteósicas. Porque Chávez también representa un gran sueño de nuestra identidad: la aspiración de millones de pobres en un país tocado por una riqueza providencial. Él es la versión exitosa de los desheredados, de aquellos a quienes se les ha quitado una fortuna que les pertenece. Vemos su historia por televisión. Esperando que se acaben los falsos suspensos. Esperando que el protagonista por fin haga justicia.

Aunque desee colarse en el firmamento de las leyendas revolucionarias del continente, en realidad, el heroísmo de Chávez está en otro lado. Tiene más de show business que de guerra de guerrillas. Aunque no le guste, Chávez está más cerca de Delia Fiallo que del Che Guevara.

“Amor con amor se paga” sigue siendo su consigna más eficaz. Al igual que en la telenovela, eso es lo mejor que administra: la esperanza de los pobres.

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