La semana pasada, un grupo de muchachos irrumpió en la Porciúncula de Bogotá a la hora de la consagración, y recitó a voz en cuello el manifiesto nadaísta a los escribanos católicos, que fue distribuido en un desdichado congreso de intelectuales, reunido en Medellín hace años. No voy a citar las cándidas procacidades del texto que espantó una nación, menos bien acostumbrada al terror. Y al mal gusto.
En el fondo, la saña contra los símbolos sagrados de la religión expresa menos una perversidad que el reconocimiento de una santidad. Pero también es expresión de un desencanto. Tal vez los vociferantes de la Porciúncula están desilusionados. Y se sienten traicionados por sus pastores. La perplejidad es comprensible.
Es que nunca dejamos de admirar las bellezas de la Iglesia Católica en la que fuimos bautizados. Su liturgia, el nihilismo de la vida monacal, que nos intrigaba. Monasterio llamó Gonzalo Arango a su guarida de artista del hambre. Siempre supimos que el catolicismo, con defectos y todo, dio forma a la cultura de la cual mamábamos.
Que su fuerza civilizadora contribuyó a la invención del individuo, a la formación del concepto de la persona como lo conocemos, a la idea de la libertad. Pero la certidumbre incubaba también la sensación artera de haber sido engañados por las miserias, que vaciaban la pompa, de los sacerdotes plagados tantas veces de vanidades, codicias y lujurias como cualquier peatón al infierno.
Los recientes escándalos de los curas pederastas exacerban en muchas personas el nefasto sentimiento que compartíamos con Rimbaud de que el Evangelio ha muerto. Pero la cosa es antigua. La historia está llena de ejemplos infames del relajamiento de las jerarquías eclesiásticas desde los corrompidos cardenales de Italia que encamaban a sus sobrinas (y sus sobrinos).
Esto mismo permite que de las reservas espirituales del catolicismo surjan de cuando en cuando elementos provocadores como el pobre de Asís, por ejemplo. Que claman por la reforma de los hábitos de los fieles, lo mismo que por la purificación de los de los pobres párrocos, por una nueva pureza y un nuevo compromiso con el mensaje de Jesucristo.
La Iglesia paga con el escándalo su condena radical del cuerpo, la distinción demasiado nítida entre la carne y el alma, la vetusta condenación de la sexualidad. Un cura poeta, el cordobés Luis de Góngora, uno que asistía mal a los coros y bien a las ferias, ironizaba hace siglos:
Cura que en la vecindad
vive con desenvoltura,
para qué lo llaman cura
si es la misma enfermedad…