No se puede decir que los ecuatorianos en Argentina son precisamente migrantes. No dejaron todo para buscar un porvenir, por lo menos un trabajo, que les fuera negado en su país. Esta no es la circunstancia en Argentina como sí ocurre en Estados Unidos, España o Italia, a donde van sin saber cuándo volverán.
Al menos en la capital argentina, los ecuatorianos son generalmente jóvenes que vienen a comenzar o continuar sus estudios universitarios, confiados en que un título obtenido en el extranjero les abrirá las puertas a un futuro mejor cuando regresen.
Volver es el plan inicial, aunque la fascinante vida porteña, mayores alternativas de trabajo para las carreras que eligieron e incluso el amor los obliga a cambiar los planes. Pero son casos aislados. La volatilidad no permite siquiera fundar una asociación de ecuatorianos y, si la hubiera, nadie la conoce. “No he podido hacerme de un grupo de amigos ecuatorianos porque la mayoría ya ha vuelto”, dice Belén Bejarano, una quiteña de 27 años, con ocho años de residencia, especializada en fotografía de interiores.
Con ella coinciden otros seis compatriotas que fueron consultados por este Diario: Adriana Rodríguez, Doris Alcívar, Jean Carlos Vélez, Paúl Vasco, Camilo Suárez y María Belén Bonilla.
Los datos de la Dirección Nacional de Migraciones revelan la breve permanencia de la población ecuatoriana en Argentina. En el periodo 2004-2011, solo 2 617 terminaron los trámites de radicación permanente; en el mismo periodo de tiempo, 6 458 obtuvieron la radicación temporaria.
La oleada comenzó en el 2003, cuando descubrieron que solventar la universidad (si es que no aprovechaban la gratuidad de la educación pública), la vida y los pasajes para vacacionar tres meses en las casas de sus padres era más económico que ir a una universidad ecuatoriana.
Eran otros tiempos. Argentina, un país tradicionalmente caro, se abarató con la crisis del 2001. El peso, que valía un dólar, se devaluó un 400% y los precios se estancaron. Era conveniente, pero desde el 2006 todo cambió con el proceso inflacionario. Según las consultoras privadas, prohibidas de dar sus datos por el Gobierno, la inflación es del 25% anual, mientras que para el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) no supera el 10%.
Como si hubiera una jugada de gol, cuando se les pregunta por la inflación, los ecuatorianos emiten un largo, sonoro y argentinísimo “uuuuh” antes de contar cómo la enfrentan semana a semana cuando ven que los precios no dejan de subir. Como los argentinos, tampoco los ecuatorianos creen en el Indec. Su experiencia diaria les indica que si quieren comprar un aguacate o una rama de cilantro, por ejemplo, deben desembolsar el equivalente a USD 2. Si quieren algo menos ‘exótico’, un kilo de tomates vale USD 4.
“Con USD 600 vivía tranquilo y hasta podía ahorrar”–dice Paúl Vasco, quiteño de 22 años y estudiante de Relaciones Internacionales de la Universidad de Palermo-. “Ahora necesito por lo menos USD 1 000” para pagar USD 400 de alquiler en un departamento compartido, y USD 200 mensuales a la universidad.
“La mamá de Mafalda se queda chica ante esto”, dice Camilo Suárez-Bango, un quiteño de 25 años, estudiante de Diseño Industrial en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Quiere reírse: “Pero lo que era una broma ya es algo doloroso”, añade.
Su novia, María Belén Bonilla Vallejo (24 años y estudiante de una maestría en Letras en la UBA) tampoco duda en decir que es “un terror ir de semana en semana al supermercado. Cada barrio tiene su precio y cada semana varían los precios. No se puede sostener un presupuesto. El año pasado podíamos sostener una economía familiar, pero en comida haces semanalmente e incluso día a día las compras”.
Ninguno se queja de que la está pasando mal pero reconocen vivir un periodo de ajuste, de disciplinarse con los gastos y dejar de comprar algunas cosas, variar la dieta o, en algunos casos, pasar los últimos días del mes a punta de fideos. Belén Bejarano recuerda que hace ocho años, con 100 pesos podía llenar un ‘changuito’ (coche de supermercado). Con ese mismo billete, “ahora apenas puede llevar cuatro cosas”. Con buen humor dice “me va pésimo con la inflación”.
Se define como una persona comparativa y recuerda lo que podía comprar hace ocho años y que ya borró de su lista mensual: de cuatro quesos pasó a dos; comía carne tres veces por semana, ahora una sola. “No me puedo dar el gusto de comprar un libro o un disco. No sé si algo cambió o no gano lo que tengo que ganar”.
Se trata del poder adquisitivo, según la guayaquileña Adriana Rodríguez, estudiante de doctorado en Derecho, becaria del Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) y profesora de la Universidad Nacional de La Plata, también cansada del incremento constante de los precios. “Pero hay que ser justos –dice-: Buenos Aires es una ciudad cara, pero también hay un poder adquisitivo alto. Un obrero puede ganar lo mismo que un abogado. Un trabajador de la recolección de residuos gana más de 5 000 pesos. ¿Te imaginas un obrero ecuatoriano ganando USD 1 200?”.
Camilo Suárez y María Belén Bonilla
Camilo está seis años en Argentina y Mabe, como le dicen, un año y tres meses. Los dos son quiteños. Él cursa Diseño Industrial y ella una maestría en Letras, ambos en la Universidad de Buenos Aires, la prestigiosa UBA. Belén trabaja en una cooperativa editorial.
[[OBJECT]]
Paúl Vasco
Este quiteño, de 22 años, supo que era Argentina en donde tenía que estudiar. Al país llegó hace tres años y se matriculó en la carrera de Relaciones Internacionales en la Universidad de Palermo. Una vez de obtener de título tiene pensado volver a Ecuador.
Belén Bejarano
Hace ocho años, Belén, una quiteña de 27 años, vino de vacaciones con un novio argentino. Trabajó de camarera por un año. Hizo un curso gratuito de cocina. Aprendió a bailar ‘tap’ y se dedicó a estudiar fotoperiodismo.
Doris Alcívar
La guayaquileña llegó en el 2007 a Buenos Aires, becada para estudiar en el Instituto Superior de Periodismo Deportivo. Cursó en dos años una carrera que normalmente dura tres. Se casó con Julio Beccar Varela; en el 2011 nació su hijo Jeremías.
Adriana Rodríguez
La guayaquileña es una académica de las ciencias sociales. Es becaria del Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) y profesora de la Universidad de La Plata. Le va bien en lo laboral, lo académico y económico.
Jean Carlos Vélez
El joven esmeraldeño de 22 años llegó a los 17 años a Buenos Aires y ahora tiene 22. Él y su hermano mayor trabajan en un ‘call center’. Con eso les alcanza para vivir. La restricción para comprar dólares y pagar el alquiler es su principal preocupación.