Ivonne Guzmán,
Editora de Siete Días
Para volar en globo hay un requisito innegociable: estar dispuesto a madrugar. Es decir que, como tarde, a las 04:00 los viajantes ya deben estar rumbo a cualquier paraje descampado donde la vela (eso que los no iniciados llamamos globo) tenga espacio suficiente para hincharse y elevarse casi al mismo tiempo que el sol empieza a asomarse en el oriente, porque solo entonces el viento es dócil. De ahí, es nada más cuestión de flotar.Sin nervios, pese a los comentarios poco alentadores de la gente a quien comenté que me subiría a un globo, en los primeros 10 segundos de travesía ya entiendo el entusiasmo de los pilotos, Carlos Niebuhr y Stalin Taco, con quienes comparto la canastilla.
De repente es como si fuésemos una burbuja de aire, y aquello de “es solo cuestión de incorporar el globo a tu cuerpo”, que me dice Carlos con su acento argentino apenas me subo, cobra sentido.
Es como si estuviésemos en nuestro elemento natural, por eso no hay movimientos bruscos; el globo nos lleva con suavidad. A bordo de la canastilla no se puede hacer más que disfrutar; es como estar parada sobre tierra firme, con una vista espectacular.
En realidad la mañana no podría ser más generosa: un amanecer en Guachalá (la hacienda centenaria de Cayambe), y tras un intento fallido en el patio central de la hacienda, un despegue ideal unos pocos kilómetros más allá, en Quitsato (donde muchos estudiosos sostienen que está la verdadera Mitad del Mundo), con el nevado Cayambe como testigo.
Ya antes de elevarnos, los vecinos de los campos aledaños al reloj de sol de Quitsato se acercan a saludar, y a curiosear. Mientras Stalin -el dueño del artefacto y primer piloto comercial de globo en el país- y su equipo preparan la vela alternando el aire frío del ventilador portátil con el aire caliente del quemador, la gente se sigue acercando. Nos elevamos y ahí es cuando empieza el espectáculo. Hasta los perros salen a ver qué pasa; y ladran. A más de 100 metros del piso todo se ve diminuto.
Una quebrada inadvertida desde tierra obliga a los pilotos a suspender el vuelo -y el placer- y empieza el descenso. Los fogonazos que suelta el quemador, comandado por Carlos, imposibilitan la conversación. Solo se alcanza a escuchar que nos quedemos quietos, bien sujetos a la canastilla. Y, de repente, caemos, de manera un poco brusca; quizá por los nervios de los novatos, el silencio es sepulcral. Todos estamos intactos y con la adrenalina a mil.
Después de un arrastre de pocos metros sobre un sembradío de avena para ganado, se ve un montón de gente corriendo hacia la canastilla. “Yo dije: ¡ya se masacraron!”, cuenta Luis Chimarro -un cerrajero de la zona- mientras ayuda a poner en pie la canastilla. Muchos niños y perros se acercan corriendo hasta el globo y comentan ‘la caída’, entonces Carlos los corrije: “el globo no se cayó, aterrizó; así se aterriza en globo”.
Pocos minutos después de las 07:00 todo ha terminado; en medio de risas y comentarios con la gente local, con la sensación de haber sido por un breve lapso una especie de extraterrestre feliz que cayó del cielo en un campo de Cayambe. Con la certeza de querer volver a ser una burbuja que va flotando por el cielo.