Byron Rodríguez V.
EL COMERCIO
El chileno Hernán Rivera Letelier acaba de obtener el Premio Alfaguara, en su decimotercera edición, con ‘El arte de la resurrección’, una novela hilarante y divertida.
Domingo Zárate Vega, un profeta estrafalario y alucinado, acaso por el candente sol del desierto de Atacama, se presenta como la reencarnación del mismo Jesús.
Y comienza su aventura terrenal y celestial por aldeas perdidas en medio de la nada, las cuales a duras penas sobreviven del salitre, el único sustento de sus precarias existencias. Desde niño (el personaje existió en los años 40), Zárate empezó a vislumbrar formas apocalípticas en las nubes y a acertar en la predicción de desastres.
De ojos profundos y negros como el carbón, Zárate se convierte en ermitaño, en el norteño valle de Elqui, Chile, tras la muerte de su amada madre, cuya ausencia casi lo lleva al más allá. Vistiendo una desgastada capa de tafetán morado recorre las oficinas salitreras castigadas por un sol inclemente.
En aquellos parajes hostiles, el iluminado Zárate, de barba y pelo abultados, causa revuelo entre las curiosas mujeres y los curtidos obreros por sus prédicas bíblicas y tan terrenales como el uso de un sinnúmero de yerbas para curar varios males mundanos, como el mal de ojo, úlceras y estreñimiento.
Él mismo, mediante una visión, descubrió que era el nuevo Mesías, dispuesto a salvar a los náufragos del pecado.
El Cristo de Elqui, como le nombra la gente, se encuentra en su pedregoso camino con personajes grotescos y detractores, como el padre Sigfrido, quien combate al flasfemo desde los púlpitos de la derruida iglesia de La Piojo, la aldea levantada en la tierra ardiente con los despojos de cartones, latas, rieles de tren, etc.
La novela adquiere un giro amoroso y carnal cuando en la oficina de La Providencia (nombre oficial de La Piojo), el Cristo busca a Magalena Mercado, una conocida prostituta caritativa, pues en tiempos de crisis no cobra por sus favores a los obreros solteros.
En la última casa de la calle principal de la salitrera, administrada por el Gringo Johnson, el santo la encuentra. Ella pronto se postra de hinojos para adorar al varón que anuncia el fin del mundo y el castigo a los impíos.
El tono épico y místico de la ficción se enriquece por el humor que Rivera Letelier maneja con soltura. Por ejemplo, cuando un grupo de aldeanos le pide que resucite a un amigo, el Cristo no se inmuta. Oye que los obreros imprecan al solitario médico, “un holgazán que lo único que tiene en los anaqueles del dispensario es permanganato y tela emplástica”. Entonces, el santo mira con sus ojos negros al muerto. Luego fija su mirada en el cielo azul. Se concentra. Ora. Pero al cabo de un instante que pareció eterno dijo, con una pena en la inflexión de su voz: -Lo siento, hermanos míos, yo no puedo hacer nada; el arte excelso de la resurrección es exclusividad del Divino Maestro.
El muerto despertó, en medio de las risas, y caminó como un tambaleante Lázaro, tras la borrachera de dos días… Los viajes en tren por las cálidas arenas, sus consejos risibles, su amor por Magalena, convierten a ‘El arte …’ en una ficción tierna y original.