Redacción Mundo DPA, El Mercurio de Chile, GDA
A l conmemorar un año desde que la naturaleza recordó a Chile lo violenta que puede ser de la mano de uno de los peores terremotos registrados en la era moderna, la realidad de los damnificados muestra serias diferencias con las cifras oficiales.
Todo comenzó el 27 de febrero pasado, a las 03:34 de la mañana, cuando un ruido subterráneo despertó a miles de chilenos antes de que la tierra comenzara a vibrar alcanzando una magnitud de 8,8 grados en la escala de Richter. “No podíamos pararnos ni avanzar. Sentíamos como se apretaban las puertas y las ventanas. Era desesperante sentir que estábamos encerrados y no poder hacer nada”, recuerda Rolando Huenchunao, dirigente del sindicato de pescadores de Tirúa, localidad de la Región del Bio Bío, una de las más afectadas con el desastre. Según el también dirigente de una comunidad de damnificados, cuando salieron de sus casas vieron que el mar se recogía y avanzaron hacia los cerros, mientras una neblina tapaba la noche de luna llena.
Sin poder ver qué pasaba en la parte baja del pueblo, los pobladores de Tirúa escucharon cómo el mar azotaba la caleta y arrastraba todo lo que encontró a su alrededor. Una imagen similar tiene Gustavo Romero, poblador de Dichato, otro pueblo costero arrasado por el tsunami que siguió al terremoto. “Recuerdo la primera ola, escuchar a niños gritando por ayuda y estar sin poder hacer nada. Después hubo puro silencio”.
A cuatro km de Dichato se levanta una aldea de 450 viviendas de emergencia habitadas por familias que lo perdieron todo. Sin agua, con baños compartidos y calles de ripio, sienten que viven “como en un campo de concentración”. En el campamento El Molino habitan unas 3 000 personas en viviendas de madera de 20 metros cuadrados, sin aislación térmica y que se inundan cuando llueve. Fueron trasladados hasta allí tras el terremoto y el posterior maremoto.
El terremoto y las olas de entre 10 y 15 metros que siguieron al sismo golpearon una extensión de 630 kilómetros de la costa chilena afectando al 75% de la población, además de dejar un saldo de 524 fallecidos, 31 desaparecidos y daños estimados en 30 000 millones de dólares.
El desafío de la reconstrucción quedó entonces en manos del presidente electo de Chile, Sebastián Piñera, quien debía levantar a su país y poner en marcha el plan de gobierno por el que fue elegido. “Si bien la tarea no ha terminado y nos queda un largo camino por recorrer, puedo decir con mucha satisfacción que Chile demostró su temple”, aseguró el mandatario en un encuentro con la prensa internacional, aunque reconoció que la reconstrucción ha sido lenta.
Aunque las cifras indican que el 95% de la infraestructura está reestablecida, que 250 000 alumnos volvieron a clases sin perder el año escolar y que más de 120 000 subsidios de viviendas fueron entregados a las 220 000 familias cuyas casas quedaron totalmente destruidas, la realidad parece estar distante del optimismo que dan los números.
“El gobierno se quedó en la teoría y nosotros seguimos esperando”, asegura Huenchunao, mientras explica que en Tirúa la gente sigue en aldeas con viviendas de emergencia. “En noviembre nos hicieron una feria para elegir las casas, pero de esa fecha que nadie ha vuelto siquiera a verificar dónde van a construir (…). Estamos preocupados por las lluvias, porque vamos a seguir mojándonos”, agrega molesto. En Dichato la situación no es tan distinta, ya que los pobladores aseguran que la preocupación estuvo en reactivar el sector comercial, afectado ahora por la baja en el turismo, mientras los damnificados siguen esperando en aldeas donde ni siquiera hay agua potable.
“Puedes ver a las personas acarreando baldes de agua todos los días, lo que no es bueno para sus espaldas ni muy higiénico”, señala Romero, quien forma parte del grupo que mantiene el sitio web dichatoaldia.cl, nutrido con noticias locales.
Incluso la Asociación de Municipalidades de Chile entregó un balance poco alentador del estado de la reconstrucción en el que señalan que por lo menos 70 000 escolares seguirán en jornada parcial por falta de salas de clases, que todavía hay consultorios de salud funcionado en albergues y falta de viviendas definitivas.
Ante este panorama, la ayuda de organismos internacionales ha sido fundamental. Organizaciones como la FAO y ‘Pesca Mortal’ de Seattle, Estados Unidos, permitieron levantar la pesca artesanal, sector primario de la mayor parte de los pueblos azotados por el mar. Donaciones por miles de dólares fueron destinadas a las caletas de las regiones del Bio Bío y el Maule, además del archipiélago de Juan Fernández, donde el sismo fue leve pero el mar se encargó de provocar daños por medio millón de dólares.
“Recién nos estamos poniendo de pie con nuevas redes y motores. Es importante porque con un bote le das trabajo a mucha gente”, indica Sergio Díaz, el ex dirigente del sindicato de pescadores de Quidico, en la región del Maule, quien trabajó en conjunto con la FAO para establecer las necesidades de la comunidad. “Obviamente esto ayuda, porque el tesoro de la isla es la langosta y el pescado. Más del 60% depende de la pesca”, agrega Pablo Manríquez, asesor productivo del Sindicato de Pescadores Artesanales.
Mientras las cifras tratan de acercarse a la realidad, la tierra sigue temblando, como si quisiera recordar que miles de chilenos buscan todavía la normalidad de sus vidas, ahora más conscientes de que la naturaleza golpea fuerte. “Vivimos esperando cuándo el mar volverá a destruirnos”, dice Huenchunao. En Constitución la pesadilla no termina. Todos concuerdan en que las heridas no se cerrarán hasta que los damnificados tengan una vivienda definitiva. A un año de la catástrofe, no se ha iniciado la construcción de ningún complejo habitacional para los afectados.