Manu, que trabaja 12 horas diarias en una fábrica de productos electrónicos en Malasia en condiciones terribles, sueña con volver a su pueblo en Nepal, pero como muchos otros extranjeros este “trabajador forzado” no tiene escapatoria.
Sus empleadores en la fábrica japonesa de las afueras de Kuala Lumpur donde trabaja le han retenido ilegalmente el pasaporte y tiene problemas para devolver el dinero que le exigieron para tener un trabajo, con el que esperaba tener una vida mejor.
Organizaciones de defensa de derechos humanos aseguran que estos abusos son habituales en la industria electrónica de Malasia, un sector fundamental en la cadena mundial de fabricación de componentes electrónicos para las grandes marcas como Apple, Samsung, Sony y Hewlett-Packard.
El sector de la electrónica representa un tercio de las exportaciones de este país del sureste asiático y ha cobrado aún mayor importancia desde la caída del precio del petróleo, que amenaza con deteriorar la economía de Malasia, muy dependiente de las exportaciones de oro negro.
Cerca de un tercio de los 350 000 trabajadores de la industria electrónica de este país de 28 millones de habitantes trabaja en condiciones cercanas a la “esclavitud moderna”, según un estudio publicado en septiembre por la ONG estadounidense Verité.
“Cuando hablo con mi padre por teléfono, no aguanto más esta situación”, explica Manu, un seudónimo para protegerle de posibles represalias de sus empleadores.
Cerca del 60% de los trabajadores del sector electrónico en Malasia serían extranjeros procedentes de países pobres y al 94% de ellos les habrían confiscado sus pasaportes, según la ONG Verité.
El calvario de Manu empezó en 2009, cuando tuvo que pagar a un agente encargado de contratar gente en Nepal más de 1 000 euros -una fortuna en este país- para obtener un trabajo bien pagado.
Trabajar, incluso con fiebre
Pero desde entonces, acumula las decepciones. Manu gana unos 260 euros al mes -un tercio de lo que le prometieron- de los que hay que deducir gastos inesperados, como multas por quejarse.
Además, le obligan a hacer horas extraordinarias casi todos los días y cuando está enfermo los médicos de una clínica elegida por sus empleadores se niegan a darle la baja médica.
“Tuve una fuerte fiebre durante cinco días y los médicos decían que podía seguir trabajando”, cuenta.
La promesa de que recibiría alojamiento y comida tampoco ha sido cumplida y hasta 15 personas se hacinan en un cuarto con un solo baño.
Algunos de los trabajadores contaron a la AFP que en seis meses no tuvieron ni un solo día de descanso. Pero quejarse o irse puede acarrearles multas ilegales.
Los administradores de la fábrica no han querido hacer comentarios a la AFP y los trabajadores interrogados pidieron que no se citara el nombre de la empresa por miedo a represalias.
Muchos de estos trabajadores reciben el salario y están dirigidos a través de intermediarios que les privan de cualquier contacto directo con los propietarios de las fábricas, según las ONG.
En agosto, un grupo de trabajadores nepalíes de una fábrica hicieron huelga para protestar por la muerte de un trabajador que no habría recibido cuidados médicos. Unos días más tarde, los cabecillas del movimiento fueron trasladados a otra fábrica donde algunos se han quejado de abusos físicos.
Como consecuencia, centenares de obreros protestaron y el movimiento social fue duramente reprimido: uno de los trabajadores fue condenado a un año de cárcel y otros fueron expulsados del país.
Manu sueña con volver a Nepal al terminar su contrato el año próximo, pero quizá no pueda. “Me temo que voy a tener que seguir trabajando aquí. Mi familia no tiene dinero, y yo no tengo alternativa”, reconoce.