Los hondureños José Medina y Alex Hernández, son emigrantes indocumentados en México. El primero espera a las autoridades para ser deportado y el otro un tren que lo acerque a la frontera con Estados Unidos.
“Mi corazón siente que ya no puede seguir para el norte”, dice José, de 22 años, originario de Progreso, Honduras, mientras mira el diario con la noticia de la matanza de los 72 emigrantes en Tamaulipas.
A su lado, en el dormitorio del albergue Casa del Migrante en Tultitlán, en las afueras de Ciudad de México, Hernández, de 19 años y quien hace un mes salió de Tegucigalpa, espera el tren que va al norte y que transporta las ilusiones de miles de emigrantes sin papeles.
“Esto da miedo, pero uno siempre tiene miedo, miedo de que si uno se queda en su país se muere de hambre. Si uno no se arriesga, no se hace nada”, comenta Hernández, quien hace una semana llegó al albergue.
Medina, que en su segundo intento renunció al “sueño americano” y que el año pasado fue secuestrado por hombres armados en Tamaulipas, observa en silencio a Hernández. “Seguir o no, es decisión de cada quien, cada quien mira con su vida”.
“En Matamoros (Tamaulipas) un hondureño me vendió con unos hombres, me tuvieron tres días en una casa, pero me dejaron ir porque soy pobre”, explica.
Medina describe a los hombres que lo retuvieron como “vestidos de negro y con el rostro cubierto”; no duda que se tratara de Los Zetas.
“Ese camino es de locos, prefiero morir de hambre en mi país, aunque al final nadie se muere de hambre, yo he vivido así 24 años”, comenta el nicaraguense Juan Antonio Palacios, quien desde hace tres meses colabora en la Casa del Migrante.
En la vía del tren, emigrantes deambulan en espera de la máquina, pero ahora algunos ansían abordarla en dirección contraria, al sur, de regreso a su país.
“Lo que no hay en tu país, en otro lado lo encuentras. Yo solo me encomiendo a Dios para que no me pase nada”, dice Juan Hernández al repetir una plegaria.
REDACCIÓN MUNDo. AFP