La primera vez que vi cuerpos sin vida tenía 7 años. El padre de un amigo rentaba una bodega a la Escuela de Medicina y los estudiantes hacían prácticas con cadáveres. No olvido el olor a formol, la cal, una pila de zapatos y la luz neón que nunca es suficiente. Nos asomábamos por una ventana sin vidrios y veíamos un tendido de gente sobre las mesas de cemento, o flotando en las piletas. Éramos unos chamacos, teníamos ganas de aventura, pero sentíamos una misma compasión frente a los cuerpos tatuados, maltrechos, flacos y greñudos. Abandonados.
Después fui reportero policiaco. Confieso que era muy complicado para mí, tan jovencito, escribir en tercera persona. Quería decir lo que sentía frente al luto humano, pero me habrían corrido de ese periódico de la tarde. Me discipliné. Guardo historias desde entonces; kilos de memoria dedicada a los rostros de los cholitos llorando a sus hermanos, madres devastadas, abuelos inconsolables. Y perdone quien me lee: un reportero policiaco no recoge lirios ni cultiva girasoles; no habla de cosas lindas. Los más viejos terminan con la piel de un acorazado.
¿Habrá un momento en la vida en la que la muerte deja de ser importante? Reformulo la pregunta: ¿Habrá un momento en el que los muertos dejan de provocar lástima, compasión, tristeza, abandono? Pensemos en Ciudad Juárez, donde van 5 000 muertos. Esas matanzas de adolescentes. Cuánta tristeza, cuánto luto. ¿Es posible que frente a la muerte podamos quedar impávidos?
Sí, soy de Ciudad Juárez. Sí, he denunciado que en mis calles corren ríos de sangre inocente. Comparto créditos en el libro ‘La guerra por Juárez’ (con un grupo de periodistas. He exigido, junto con mis compañeros, justicia para Armando Rodríguez, a quien mataron por escribir la verdad.
Qué, ¿suena feo? Sí. Suena como es. Y qué patético ver el drama desde lejos con ánimo del analista político. Que quién ganará con el resultado de esta guerra, como si esos miles de muertos merecieran ser una estadística más. Qué idiotez. Qué frivolidad. Y la frivolidad es la blasfemia de los laicos: el tiempo se encarga de perseguirla y condenarla. Eso no se perdona. Ya verán.
Miles de Salvadores Cabañas mueren en mi ciudad y nadie les da cobertura en vivo y en directo. Miles que no juegan fútbol ni hablan guaraní (con todo respeto para las tribulaciones ajenas). Qué país, ciego por sus vicios. Qué frívolos en el análisis barato, frente al espectáculo.
Disculpe que haga esta pausa. Es mi responsabilidad frente a esos miles de mexicanos que no juegan fútbol profesional y que seguramente tampoco lo ven.
Mucho menos lo observan con ojos de cronista deportivo o analista político. Disculpe usted que haga esta pausa de doliente. Ya volveré con otros temas.
El Universal, México, GDA