He visto una película conmovedora, obra del inmenso director que resultó ser el actor Clint Eastwood. Se titula ‘Invictus’, basada en el libro del periodista John Carlin sobre el Campeonato Mundial de Rugby en 1995, y el triunfo de Sudáfrica, siendo Nelson Mandela presidente.
En el fondo, es una cinta sobre la personalidad de Mandela y su importancia histórica. Junto con Gandhi y Churchill, forma parte del grupo de los grandes políticos del siglo XX.
Los tres supieron erguirse más allá de la circunstancia y ejercer sus liderazgos apelando a la fuerza moral. El ejemplo de Mandela no tiene parangón: 27 años preso por las leyes injustas del apartheid, pero al salir de prisión en 1990 inicia el camino de negociaciones con el Gobierno de Sudáfrica para alcanzar la convocatoria a elecciones, en 1994.
Pero la preciosa parábola vital de Mandela no hubiese podido completarse si no hubiese sido porque su antecesor, el presidente Frederik De Klerk, allanara el camino, dejando sin efecto las leyes de los cincuenta que tenían a Mandela en la cárcel, convertido en el símbolo de la lucha contra la segregación racial. En 1993, otorgaron a ambos el Premio Nobel de la Paz. A uno, por abrir la puerta ante la presión de la mayoría negra; al otro, por no cobrarse la afrenta de 27 años de cárcel y pasar la página de la venganza, con inteligencia y sin mezquindad, llamando a sus seguidores a enterrar el hacha del odio contra los blancos. ¿Cuál trabajo fue más difícil? El de Mandela. Solo un ser superior, con una inteligencia trascendente, es capaz de dar la mano a sus carceleros y proponerles construir una comunidad política juntos.
Los grandes hombres, los que son modélicos, han estado dominados por la fuerza de la vida en contra de la muerte.
Su doctrina ha sido el amor, el respeto por los otros, por sus derechos. A los otros, tarde o temprano los sepulta la infamia. Así ocurrió con Hitler, Stalin y Mao, tres asesinos del siglo XX.
El primer escollo de Mandela fue el de sus propios seguidores, que pedían venganza. Comprendió que eso hubiese contribuido a cerrar el círculo infernal y dio la mano a sus enemigos. Instrumentó un milagro: los hizo socios de un proyecto común, la unidad nacional.
Emociona pensar que este hombre está vivo a sus 91 años, con las credenciales de ser el político vivo de mayor significación universal, en un planeta de 6 millardos de habitantes que se desplaza en el universo hacia rumbo desconocido.
Pienso mucho en Mandela, en la fuerza portentosa de su ejemplo. Busquen la autobiografía de este africano admirable, que hizo la tarea de Dios (unir) y desechó la del diablo (separar). En ‘El largo camino hacia la libertad’, se lee: “Cuando salí de la cárcel esa era mi misión: liberar tanto al oprimido como al opresor”.
El Nacional, Venezuela, GDA