En la Rusia estalinista florecieron dos géneros literarios: el del silencio y el del fanatismo. Quienes optaron por el silencio decían que su inspiración era el cajón del escritorio, lugar donde fueron a parar notables textos que nunca se difundieron.
Todo aquel que no siguiera las líneas gubernamentales entraba en la llamada ‘zona gris’, la de la criminalización. Aquellas líneas las propuso el comisario de cultura Andréi Zhdánov en el Primer Congreso de Escritores de la Unión Soviética, en 1934.
El cónclave determinó que toda la literatura que se produjera en el territorio debía ser “claramente tendenciosa hacia las ideas del Partido, optimista, heroica, popular, y tenía el deber moral de extraer sus personajes de los hombres y mujeres del proletariado”.
Quien produjera cualquier otro tipo de filosofía, ensayo, novela o poesía estaba condenado no solo al ostracismo sino a la negación de sus derechos, la persecución, la cárcel, el destierro o la muerte.
Aquel que no quisiera entrar en ese mundo de oscuridades y negaciones debía escribir bajo los principios del realismo socialista, en el cual “la veracidad y la concreción histórica debían combinarse con el cambio ideológico y la reeducación de los ciudadanos en el espíritu de la revolución”.
El Estado y su aparato de vigilancia social otorgaban a cualquier ciudadano la facultad de denunciar a todo aquel que estuviera involucrado con “literaturas destructivas o burguesas”.
La acusación formal era “expresar en sus escritos una mezquina preocupación por la vida, los asuntos individuales y los sentimientos privados”. Esa grave falta se llamaba, en ruso, ‘meshchanstvo’.
La culpa recaía también sobre quienes duplicaban manuscritos o los entregaban a otra persona. Todo ciudadano que transportaba o leía la reproducción de un texto revisionista, antipatriótico o procapitalista se convertía en traidor.
Por décadas, la censura gubernamental derivó en terribles actos de silenciamiento y acoso contra cualquier ciudadano que discrepara con el régimen.
Tras muchos años de sombras se derrumbó estrepitosamente el estalinismo y sus propios sucesores (Nikita Krushev, en especial) revelaron los horrendos crímenes y atentados a la libertad cometidos por el nefasto régimen.
Dos intelectuales fueron el símbolo de la caída: Alexander Solzhenitsin -quien ocultaba sus escritos en una botella de vidrio escondida en el jardín y fue perseguido y desterrado por Stalin- ganó el Premio Nobel de Literatura.
Alexander Fadéiev, secretario general de la Unión de Escritores y arquetipo del intelectual fanático, no resistió la idea de haber sido una herramienta inconsciente del prontuario de terror que sembró su caudillo y se suicidó.
Quienes lo conocieron recordaban una frase que él solía repetir con fervor: “Solo amo a una persona en el mundo: Stalin”.