María Eugenia Carrillo (centro), jefa del área de Nutrición. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO
El celular de Nancy Iza suena. Y mientras conversa, ella se fija en quién llama y en su agenda: casos de hiperplasia o agrandamiento de la próstata -que causa obstrucción de orina-, cálculos en el tracto urinario y una cirugía para extraer un tumor renal (ha hallado unos de hasta 20 centímetros).
Si la Medicina fuera un territorio por conquistar, se podría decir que esta uróloga ha colocado su bandera en él. Es una de 2 500 profesionales mujeres que integran el equipo médico del Hospital Carlos Andrade Marín, del IESS. Ellas -en mayoría numérica- trabajan junto a otros 869 varones.
Con 57 años, 23 de carrera, ocupa la jefatura de Urología. Calcula que ha atendido a unos 10 000 pacientes. Su jornada en el Seguro va de lunes a viernes, de 08:00 a 16:30. Chequea a unas 100 personas por semana. En las tardes, más el sábado, atiende en su consultorio, y es catedrática universitaria.
Eso no pasaba hasta hace una década. En Ecuador, la medicina era un mundo de hombres, pero eso ha ido cambiando. Lo confirma Édgar Samaniego, exrector de la Universidad Central, exdecano y catedrático de Ciencias Médicas.
Este médico cumple 50 años de graduado este 2018. Recuerda que hace 58, cuando ingresó a la facultad, había 300 alumnos. Apenas siete eran mujeres, dos se graduaron con él.
En siete de las 10 últimas promociones, las mujeres han sido mejores egresadas, apunta el ginecóloco. Y más alumnas ganan los disputados cupos para posgrados de especialidades que financia el Estado.
Samaniego lo expone como evidencias de que la mujer tiene la capacidad para brillar en cualquier espacio y conciliar lo profesional con el peso extra que lleva en lo familiar.
De ese punto, Patricia Orellana no habla con tanto optimismo. La coordinadora general de Enfermería cumplió 58 años, 35 de servicio. Crió sola a su hijo Andrés, de 32. Y pese a que está orgullosa de haberlo sacado adelante (es ingeniero informático), no se quita un sentimiento de culpa.
“Una siempre sacrifica algo: el hogar o el trabajo”, anota. Ella dejaba a su hijo con su hermana para cumplir con turnos que coincidieron con Navidad, Año Nuevo u otros feriados.
En el país, la mujer dedica casi cuatro veces más tiempo que el varón al cuidado del hogar, según el INEC. En el mundo ocurre algo parecido. Y ya se habla de que la brecha se produce por la maternidad. Hombres y mujeres reciben un salario desigual porque hay una distribución inequitativa del cuidado de niños.
Para la mayoría de mujeres, un trabajo en las mismas condiciones no es una opción. Lo dice el estudio ‘Niños y desigualdad de género: evidencia de Dinamarca’, de febrero 2017.
En el Andrade Marín (HCAM), cientos de enfermeras y auxiliares trabajan en turnos rotativos, de 07:00 a 14:00, de 14:00 a 20:00 y de 19:00 a 08:00. Ellas, como resalta su jefa, son el motor que mueve a toda casa de salud.
Una, Gabriela Loya vigila a un paciente, le administra medicina. Acaba de bañarlo y le arregla la almohada, para que esté más cómodo.
En cuidados intensivos, médicos y enfermeras rodean las camas y revisan historias clínicas. Margarita Vaca acciona la máquina para el tratamiento de diálisis de un hombre que tiene problemas renales y tuvo insuficiencia respiratoria.
De pronto su compañera corre. De un rato a otro, alguien se pone mal, hay que resucitarlo pues su vida está en peligro.
En otra zona del hospital, con diferente ritmo pero con igual vocación de servicio trabaja Jessica Céspedes, de 42 años. Sin retirarse la malla que cubre su cabello cuenta que está a cargo de una cadena: desde la captación de la sangre (tienen unos 80 donantes diarios) hasta la incineración de la bolsa en donde la almacenan.
No deja de ponerse en el lugar de madres (la mayoría de donantes es mujer) que llegan porque sus hijos tienen leucemia. O de otras que piden un tipo de sangre negativo, más difícil de conseguir.
Jessica tiene un hijo, Alan, de 13 años. Por su responsabilidad profesional -admite- nunca se desconecta del trabajo. Siente que a su familia le da el 80% de la atención, aunque esté en casa. “El hospital sería un caos si las mujeres detuviéramos nuestra labor”, responde en relación al paro simbólico convocado para las 14:00 de hoy, en Quito, por organizaciones como Vivas Nos Queremos.
En el Andrade Marín hay 4 365 trabajadores, de los cuales 3 023 son mujeres. Por pasillos y consultorios transitan cada día unas
15 000 personas, la cantidad de público que llenaría el coliseo General Rumiñahui.
Por el número de visitantes del hospital, de 60 000 m2, se requiere gran trabajo de mantenimiento. Estefany Barsallo es coordinadora general administrativa y cuenta que tiene una maestría en arquitectura hospitalaria. Está atenta cuando ascensores o equipos se dañan e impulsa el cambio de tuberías de agua potable y servida, que no se hacía en 50 años y que cuesta USD 4 millones.
Se creería que estas tareas son de hombres, dice Barsallo, quien también es aficionada a la Fórmula 1. Eso lo evidencia la estantería de su oficina con decenas de autos de colección.
El tiempo corre con esa velocidad de los autos en ese hospital donde el 2017 se atendió a más de 287 000 pacientes. Un grupo come ahí. Detrás de 15 dietas y 95 combinaciones está María Eugenia Carrillo.
“Dicen que hacemos comidita de enfermo”, anota sonriente. Esta nutricionista, la uróloga Iza y sus compañeras creen que el mundo se pararía con una huelga de mujeres, en el trabajo y en los hogares.