Una marca contra el olvido

Pablo Torres A.

En el centro de un papel  hay una huella digital. Es pequeña, única y delineada como la de cualquier ser humano. Pero esta huella se proyecta en el espacio como si fuera la casa de Asterión, el laberinto de Teseo o  el hilo de Ariadna. Ocupa una pared entera de más o menos  dos por tres metros. Parece la huella de un gigante, o de algo que se extinguió hace años. Es un túnel del tiempo, el signo de la evolución, el pasado y el futuro de una especie. Aunque, en el fondo, es solo una huella más, una marca visible en un mundo lleno de huellas invisibles.

Tenga en cuenta

Guiseppe Penone es un representante del Arte Povera, cuya traducción sería arte pobre.

Se lo llama así porque los materiales que utilizan son de fácil obtención como madera, hojas, rocas, carbón, uñas, etc.  

La exposición. Estará abierta hasta el 27 de diciembre en el Museo de la Ciudad. (G. Moreno y Rocafuerte).A los costados de esta impronta se extienden dos paredes que son  como las  alas de un laberinto. Se trata de una de las tantas salas del  antiguo hospital  San Juan de Dios. En estas paredes hay nichos de arcos que son como  puertas que no van a ningún lugar. En su interior había una cama, y en una urna estaba una vela. Con ella los enfermos mataban el tiempo haciendo dibujos en el  techo del nicho que antes conservaba el color de la pared cruda. El hollín marcaba un  grueso trazo de una pintura  reducida a su mínima expresión. Palabras que tiemblan, figuras amorfas, experimentos a medio hacer.  Las huellas que dejaron los enfermos fueron respetadas. El hollín se mantiene ahí, rodeado de un cerco de  pintura amarilla. 

Las  huellas del artista y de los enfermos  pertenecen a distintas épocas, a distintas personas. Pero el artista plástico y escultor Guiseppe Penone quiso aprovechar esta coincidencia para montar la exposición que lleva su nombre en el Museo de la Ciudad. Las huellas  antiguas  fueron hechas por anónimos  fantasmas aburridos que buscaban su recuperación en ese museo que antes no era un sitio para albergar el arte,  sino para amagar a  la muerte.

Sobre la  parte anterior de la sala, el artista  Penone dejó la señal de su peso  sobre un otoño de hojas nativas a medio secar, que difícilmente se las habría considerado como una obra de arte. Demuestran  el peso y volumen de la respiración. El más efímero de los elementos para la escultura. En ese espacio, en ese momento,  completan el concepto de las huellas.  

Sobre esa pila de hojas estuvo un hombre, pero de su presencia no quedará más que el recuerdo. Ese cúmulo que desaparecerá como lo hicieron las camas del hospital. La silueta del hombre se esfumará como lo harán todos los mortales, igual como se evaporará su volátil respiración, la huella recurrente de su breve tránsito en este mundo.

Esa escultura de hojas, junto a fotografías de las formas que la respiración puede adoptar en la naturaleza, cierra esta parte de la exposición. En la otra área existen más obras relacionadas con la naturaleza y su relación con el ser humano. La conclusión es que “el hombre es naturaleza”.

Sobre la sección de las huellas las conclusiones son personales, pero el frío que recorre el cuerpo en ese lugar advierte que la muerte está tan segura de su victoria  que por eso nos da una vida de ventaja,  que por eso diseñamos armas para burlarla, para evitar la mayor de las derrotas: el olvido. Que esas huellas que los hombres cuidan y el tiempo perdona son los tesoros de la memoria (ese sórdido museo de la vergüenza del que habla Sábato), es la  esperanza de recordar que los hombres también segregan lo inhumano, que también pueden ser inmortales, es la certeza que no solo la memoria nos salva del olvido, sino también el arte.