Redacción Manta
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Una leve garúa mojó las áridas tierras y asentó el polvo de las estrechas calles de Río Bravo. La lluvia cayó después de nueve meses.
Ayer, en el poblado ubicado a espaldas del cerro de Montecristi, sus 400 habitantes esperaban el arribo de los cuerpos de Marcelino Mantuano (22 años), de su esposa Ramona López (21), de su hijo Jefferson (6), de Marisela Mantuano (19) y de Leonor Espinales (17). Las últimas hermana y sobrina de Marcelino.
El desplazamiento
De los 400 habitantes de Río Bravo, más de la mitad son niños y adultos mayores. La mayoría emigró a Manta, Guayaquil y Quito, principalmente.
Desde hace 15 años, Venezuela es un destino por el cual han optado los moradores de
esta zona. En Navidad y Año Nuevo algunos llegaron para celebrar con sus padres y abuelos.
Mientras, quienes trabajan en Manta y Montecristi salen a las 06:00 y regresan a las 18:00, esa es una ventaja para mantener unidas a las pocas familias de estos apartados lugares, comenta Manuel Pérez, conductor.
Los cinco nativos de Río Bravo murieron el 1 de enero, en un incendio que se registró en la casa que cuidaban. El inmueble estaba ubicado en un barrio de clase alta, en la urbanización El Marqués, en la ciudad de Caracas.
La madre y el padre de Marcelino Mantuano, Cecilia Flores López y Félix Mantuano, quienes llegaron desde Venezuela el miércoles por la tarde, recibían ayer por la mañana en su casa la visita de familiares y amigos. Todos les extendían sus condolencias con abrazos y frases de respaldo.
A la par, Cecilia trabajaba en los preparativos para la ceremonia del velatorio y lo que será el entierro de los cadáveres, que podría ser hoy por la tarde.
Don Mantuano, junto con Ramón López Piloso, padres de la pareja que pereció en el incendio, construía las bóvedas. Estarán ubicadas a un costado del cementerio. Allí se enterrarán los cuerpos que llegarán de Caracas.
“Qué vamos a hacer, la vida es así, se nos fueron”, dice con lágrimas en los ojos don Félix.
“Mi Marcelino tenía tantos planes para él y para su familia. Se fue hace tres años a Caracas, lo hizo con la ayuda de varios familiares, le iba muy bien”, narraba con la voz entrecortada.
Don Félix recuerda las últimas palabras que le dijo su hijo por teléfono, el 29 de diciembre.
“¿Qué vas a hacer papi por Fin de Año? Anímate y ven con nosotros, los patrones están de viaje”, me dijo mi hijo.
Mientras enlucía la pared interna de la bóveda, contaba algunas anécdotas. La más latente cuando Marcelino se marchó del país. “Recogió un poco de ropa que tenía en mi casa, en el barrio José Rivas (Escalera 5), y se fue”.
Don Félix se calla y sus ojos se llenan de lágrimas. En las calles de Río Bravo no hay otra noticia que se comente. “Los finados eran buenas personas como todos en este pueblo. Viajar tan lejos para ir a morir en tierras extrañas”, dice Ramón Espinel, intentando entender la desgracia de sus vecinos.
Río Bravo está de luto. El único ruido que rompe el silencio del lugar son los gritos y risas de los 80 niños que estudian en la Escuela Cinco de Junio.
Este ruido llega a las viviendas de construcción mixta, las cuales están dispersas en el poblado. En una de ellas vive José Espinel. Su casa está a 100 metros de la iglesia del pueblo.
Este agricultor aún no puede creer que su mejor amigo, que se fue con ganas de conquistar Caracas, con la idea ahorrar dinero y volver para montar un plantel avícola, regresará a Río Bravo, pero dentro de un féretro.
“Cuando se casó con Ramona López se lo veía contento. Él fue el primero en emigrar, después fue el turno para Ramona y sus dos primas”, recordaba.
En Río Brava solo hay trabajo en los terrenos. Cuando llueve, los vecinos se dedican a elaborar ladrillos. Otros se van a Manta. Allí, los hombres se emplean en la construcción y las mujeres, en las labores domésticas.
Espinel ayuda en la construcción de las bóvedas. Lleva agua desde su casa, moja ladrillos, hace mezcla de cemento y arena, trabaja en silencio como todos. “Es irónico, estoy haciendo la última casa para un buen amigo, él quería una vivienda de dos pisos”.
Cuando el reloj marcaba las 10:30, el conductor de una camioneta se detiene. Desde la cabina pregunta con dirección al cementerio. “¿Dónde es la casa de los Mantuano?”.
En el balde de madera del automotor llevaba todos los implementos para improvisar una capilla ardiente. “Es para el velatorio de los finados que murieron en Caracas, nos manda el Alcalde de Montecristi”, explicaba.
Al mediodía, la campana de la Escuela Cinco de Junio suena. Terminó la jornada escolar, esa era la señal que esperaban Félix Mantuano y Roberto López para salir con destino hacia el aeropuerto de Guayaquil.
Allí esperan el arribo de los aviones que traerán a los restos de sus seres queridos.