AMLO, ¿la cuarta revolución?

Foto: López Obrador

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López Obrador celebra el 1 de julio su triunfo en las elecciones presidenciales con partidarios en el Zócalo, Ciudad de México.

López Obrador, mejor conocido como AMLO (Andrés Manuel), llega a la presidencia con el discurso de que operará la cuarta revolución de la historia mexicana.

La primera corresponde a la Independencia obtenida a dos tiempos entre 1810 y 1821; la segunda, a la Reforma, de Benito Juárez, que separó la Iglesia católica del Estado a partir de 1854 con la secuela de una guerra civil de tres años y la subsecuente ocupación francesa; la tercera, a la Revolución Mexicana iniciada en 1910, que derrocaría al dictador Porfirio Díaz luego de 35 años en el poder (1876-1911), seguida por el asesinato del presidente/mártir Francisco Madero.

Por ahora, puede considerarse que el cuarto parteaguas es una mera presunción que tendrá que esperar por los resultados de su gestión y un balance histórico independiente.

Pero no cabe la menor duda de que fue muy hábil en promover una esperanza, a pesar de ser un personaje identificado con la vieja clase política. Tránsfuga del vilipendiado Partido de la Revolución Institucional (PRI), con momentánea militancia en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que le sirvió de plataforma para sus dos anteriores candidaturas presidenciales, aterriza a la postre en su propio Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), donde finalmente logra su objetivo.

Llega al poder merced a una coalición de amplio espectro, Juntos Haremos Historia, que reúne a sectores que van desde la izquierda, que es su matriz, hasta la derecha ortodoxa. Aún así, sigue siendo visto como un populista reformista que es una caja de sorpresas. Y su triunfo genera una mar de dudas en su país y en el exterior.

Después de la mala experiencia que ha tenido la región con los populistas ideológicamente afines, dígase: Hugo Chávez y Nicolás Maduro, que han transformado a Venezuela en un Estado fallido; Rafael Correa que dejó como reguero una crisis institucional, económica y moral, sin precedentes, en Ecuador; y Daniel Ortega, que se ha convertido en el moderno genocida de la tendencia en Nicaragua, resulta natural que AMLO esté sujeto a un riguroso escrutinio en procura de certezas.

Con una comunicación simple y emotiva que posiciona en el centro del debate los problemas de la corrupción política y la inseguridad ciudadana, consiguió atraer a la juventud, que es la mayoría del electorado. Él mismo citó como una paradoja que se haya convertido en el candidato de los jóvenes siendo el más viejo de todos.

Al perfilarse su triunfo con tanta anticipación, su discurso de ruptura contra el ‘establishment’ se fue tornando cada vez más cauteloso, evitando mensajes que puedan asustar a los mercados de capitales y a los empresarios. En reuniones de última hora le dijo a banqueros y representantes corporativos, que hasta la víspera habían sido sus adversarios, que su gobierno respetaría y fomentaría el emprendimiento del sector privado, sin afectarlos “en nada”.

El acercamiento fue para convencerlos de que él es el líder que puede llevar adelante la transformación que todos ansían en México, desde el más encumbrado hasta el más humilde, para convertirlo en un Estado moderno y de bienestar social, sin tantas lacras que impiden su desarrollo.

“Pero este deseo es seguramente utópico porque en su mayoría la izquierda mexicana del siglo XXI actúa y piensa como la Iglesia del siglo XIX, es intolerante y conservadora porque vive fija en el pasado; su paradigma sigue siendo el nacionalismo revolucionario”, anota Enrique Krauze en su ensayo “De Héroes y Mitos”, al anticipar en 2010 un eventual triunfo de AMLO, a quien juzga como un político vital y pacífico, que participa del romanticismo nacionalista de las generaciones anteriores y parece anclado en paradigmas ideológicos de los años 30.

Pese a las sombras que proyecta este personaje, es preciso reconocer que en su entorno predominan figuras de perfil político y tecnocrático, sin un pasado radical.

Tatiana Clouthier proviene de una familia vinculada al Partido de Acción Nacional (PAN), de centroderecha; su padre, Manuel, fue candidato presidencial en 1988; Marcelo Luis Ebrard fue sucesor de AMLO en la Jefatura del Gobierno del Distrito Federal (2006-2012), también con antecedentes en el PRI y el PRD; Alfonso Romo Garza, ministro de Hacienda designado, ha estado vinculado al sector empresarial y es a la sazón sobrino bisnieto del presidente Madero; y Héctor Vasconcelos y Cruz, futuro canciller, es hijo de José Vasconcelos, el célebre filósofo y educador, artífice del mayor legado de la Revolución Mexicana: la cultura y la unidad nacional en torno al mestizaje, la “raza cósmica” según diría, y es por lo demás el mecenas del prolífico muralismo de la época.

Este equipo es acaso reflejo de la propia heterogeneidad de la sociedad mexicana que hunde sus raíces en el tiempo y es parte de una identidad secular.

En un discurso con motivo del aniversario de la muerte de Emiliano Zapata, el presidente Plutarco Elías Calles hacía referencia, en 1924, a la diversidad “geoétnica”, reconociendo que el norte de México es predominantemente criollo como el sur es indígena, y que el centro “vive en una perpetua lucha de razas”, por lo que más que de problemas nacionales cabe hablar de problemas regionales.

Octavio Paz
, Nobel de Literatura 1990, desarrollaba este pensamiento: “El mexicano no quiere ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma tanto que mestizo: sino como una abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada”.

Uno de los mayores problemas que deberá afrontar AMLO es la lucha contra las desigualdades y la pobreza. Se estima que el 1 de diciembre, cuando se posesione, habrá casi 55 millones de pobres sobre una población algo mayor a 120 millones. El presidente electo dijo que entre los grupos vulnerables pondría especial atención en los indios.

Curiosamente tampoco es una novedad, toda vez que el presidente Madero, conmovido por la campaña de exterminio que su predecesor, Porfirio Díaz, había emprendido contra los indios yaquis en el norte, dijo algo parecido. Por cierto, éste último, que fungía ser “El Gran Pacificador” luego de las guerras de la Reforma, solía apelar a la fórmula “Mucha administración y poca política” para justificar su estrategia modernizadora y desarrollista que reprimía a la oposición.

AMLO ha prometido que no habrá una dictadura explícita ni implícita, dejando abierta la puerta a la democracia plebiscitaria en el caso de grandes decisiones, por ejemplo: la reforma energética y la reforma educativa, que fueron adelantadas por el gobierno saliente del presidente Enrique Peña Nieto, así como el matrimonio igualitario, la adopción por parte de parejas del mismo sexo y el aborto.

Lo deseable es que deje atrás su pretensiones mesiánicas y sus afanes refundacionales, para ser un auténtico demócrata que se ocupe de fortalecer los balances del poder, evitando la tentación de convertirse en quien no debe ser.

*Periodista. Presidente de la Cámara de Comercio Binacional Ecuador-México.

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