Edwin Alcarás
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En 1994, cuando tenía 24 años la vida de Patricia Cali cambió de rumbo súbitamente y para siempre. La mujer tomó en sus manos el negocio de libros usados de su padre pese a que nunca pensó que lo haría. Ella había crecido entre estantes llenos de libros usados y revistas apiladas que llegaban casi al techo pero jamás había querido dedicarse a eso.
La acumulación de libros siempre le había resultado un poco repelente y tenía la impresión de que en esa especie de laberinto hecho de libros que había levantado su padre, don José Cali, se escondía alguna obsesión secreta. Él no tenía tiempo para nada que no fuera su negocio de libros usados.
HOJA DE VIDA
Patricia Cali
Nació en Quito en 1970 y ha vivido toda su vida a pocas cuadras de la Plaza del Teatro. Tiene dos hijos: Sebastián, de 11 años e Isabela, de dos y medio.
Estudió la primaria en la Escuela Cardenal de la Torre, de las madres oblatas. La secundaria la hizo en el Colegio Municipal Fernández Madrid.
Estudió y se licenció de Enfermería en la Universidad Católica. Atiende en Luz desde hace 15 años.
Don Pepito, como su hija recuerda que lo llamaban sus conocidos, había volcado el esfuerzo de su vida sobre esa librería a la que bautizó Luz en recuerdo de la luz del conocimiento. Hoy, con cerca de 60 años de funcionamiento, es una de las más grandes y la más antigua.
El duende de los libros atacó a don José por el lado más inocente y menos esperado: por las revistas de historietas. A principios de la década de los cincuenta empezó a alquilar revistas a los niños que salían de las escuelas y prestar libros de texto para quienes no podían comprarlos.
“La librería nació también como un servicio social”, recuerda Patricia Cali sentada en medio de los miles de volúmenes de su librería. “Esas personas que entonces eran niños ahora son ya mayores y siguen viniendo a veces a darse una vuelta y a saludar. Hasta hoy se acuerdan de mi papá con gratitud y alegría”.
La pequeña y rudimentaria librería y biblioteca funcionaba en un zaguán de la Manabí y Vargas donde don José se estableció con su segunda esposa, Fabiola Silva, con quien tuvo dos hijas: Patricia y Verónica. Pronto el negocio empezó a florecer y alquilaron toda la planta baja.
Las niñas crecieron jugando en las gradas y en los pasillos, pues todo el espacio estaba ocupado por libros apilados en el suelo, libros en cartones, libros infantiles, libros de arte, manuales técnicos, enciclopedias, diccionarios, novelas, poemarios, revistas de jardinería, de modas, de peluquería…
Esa asfixia bibliográfica hizo que Patricia, la hija mayor, desde la adolescencia se prometiera a sí misma que se haría una vida bien lejos de los libros. Estaba cansada de ese olor un poco ácido del papel antiguo impregnado de tinta y de tiempo. No lograba comprender que esos objetos pequeños y rectangulares fueran capaces de absorber de tal modo las vidas de sus personas queridas. Desde la década de los setenta la esposa del librero también abrió una papelería que al poco tiempo comercializaba libros usados.
Es como que el mismo don Pepito lo hubiera mantenido así hasta ahora.Esta librería ya es una tradición para los que vivimos en el centro
Pedro Gutiérrez
cliente desde hace 30 añosLa joven soñaba, en cambio, con una vida retirada en algún pueblito de la Sierra en donde podría curar a los niños enfermos y prevenir las enfermedades causadas por la ignorancia y la pobreza. Se veía a sí misma con el mandil blanco de los galenos, un estetoscopio colgándole del cuello, acariciando el pelo brillante de un niño campesino.
Sin embargo, al terminar la secundaria, con la impaciencia de los 18 años, juzgó demasiado larga la carrera de medicina y decidió matricularse en Enfermería. El mandil blanco todavía se mantenía en sus sueños y se aplicó con tenacidad al estudio.
Así transcurrió la vida entre los libros usados (que ahora estaban más apilados que nunca porque se habían mudado a un local más pequeño en la Oriente y Vargas) y los libros nuevos que le pedían en la Universidad y que leía a condición de que la liberasen del oficio paterno.
A punto de egresar, con 24 años cumplidos y con el cristal del futuro muy claro, su vida cambió para siempre. “Un día, creo que era viernes, me entregaron los resultados de una biopsia que le hicimos a mi papi porque sufría de infecciones muy seguidas. El médico me dijo que tenía cáncer gástrico terminal. La metástasis había comprometido otros sistemas y órganos. Mi papito tenía seis meses de vida”.
Te tiene mucha consideración. A veces cuando quieres varios libros y no te alcanza, ella ve que los quieres mucho y te los rebaja
Juan Pablo Álvarez
estudiante de ComunicaciónLa mirada de Patricia Cali se estremece, los recuerdos humedecen sus pupilas y el dolor, aún vivo, vence su natural timidez. Las lágrimas acuden a sus ojos enrojecidos como la lluvia sobre un terreno baldío. Se acomoda en su pequeño taburete y se excusa por la herida que, luego de 15 años, todavía no se cierra.
Entonces empieza otra historia. La historia de la lenta y dolorosa metamorfosis de sus sueños. Esos seis meses que mediaron entre el diagnóstico y la muerte del librero fueron “los más difíciles de mi vida”, dice Patricia, ahora una mujer de 39 años. La enfermedad cumplió con puntualidad su cruel promesa y, con igual persistencia, la hija mayor cuidó del agonizante todos los días, todo el tiempo.
La profesión anhelada que tenía ese tétrico comienzo, se empezó a convertir en un símbolo doloroso y aciago. “En esos pocos meses me di cuenta de que había algo que me superaba. No era capaz de ver el dolor de mi papá, ni de ninguna persona”.
Esa sensibilidad es famosa entre los clientes de la Librería Luz. Juan Pablo Álvarez, estudiante de Comunicación Social, da fe de esa condición: “La señora sabe que los que compramos ahí no tenemos para adquirir libros nuevos y por eso es como que te tiene consideración. A veces cuando quieres varios libros y no te alcanza, ella ve que los quieres mucho y te los rebaja ”.
La reciente enfermera hubo de tardar algún tiempo hasta descubrir que sus virtudes escondían la cualidad genética del buen librero: la paciencia, el sentido de la oportunidad y la flexibilidad de su carácter.
Al pie de la cama del hospital, Patricia, su hermana y su madre discutían el futuro del negocio paterno, que era también la obra de toda su vida. “Mi madre nos anunció que ella seguiría en la papelería y nos pedía que no vendiéramos el negocio”.
Con muchas dudas y solo por el irrestricto apoyo de la familia, Patricia Cali se decidió a tomar en sus manos la librería paterna. Fue un homenaje a su memoria y una forma de honrar su obra. “Fue una decisión difícil pero no me equivoqué”.
Uno de sus clientes antiguos, Pedro Gutiérrez de 71 años, quien también conoció a José Cali, cree que el negocio “ha crecido mucho y está muy bien mantenido. Es como que el mismo don Pepito lo hubiera mantenido así hasta ahora. Esta librería ya es una tradición para los que vivimos en el centro”.
Un elemento, además, coadyuvó, dice la librera, para la decisión de continuar la tradición familiar. “Fue el nacimiento de mi hijo Sebastián. Mi pareja y yo nos separamos y quise asegurar el sustento de mi hijo con este bello oficio que siempre conocí”.
La dueña y dependienta de la librería vive todo el tiempo con el recuerdo de su padre. Los libros, esos objetos que antes significaban un muro que lo separaba de él ahora son el puente emocional que aún los conserva unidos, luego de la muerte. Ella aprendió que la luz no solo viene del conocimiento sino también de un amor que se niega a apagarse y que todavía brilla en los pasillos atestados de libros antiguos, un poco cansados, pero aún dignos, listos a iluminar los recuerdos de sus clientes.