Ecuador es un laboratorio de la evolución. Además de Galápagos, tiene un Congreso empeñado en legislar sobre deberes y derechos que recién asoman en la civilización. Con la sabiduría y el entusiasmo, cándido o maquiavélico, del experimentador hay ecuatorianos que intentan arreglar en el papel tremendas complejidades del mercado y la vida social.
Dos ejemplos: la Constitución de Ecuador es una de las primeras que reconoce a las diversas identidades en el Estado, y el respeto al medioambiente ha llevado a foros internacionales la propuesta ecuatoriana de una compensación planetaria a cambio de no explorar el subsuelo amazónico.
Ahora el oficialismo correísta, a través de una Coordinadora Social de la Comunicación (CSC) que simpatiza con él, ha elaborado un proyecto de ley orgánica de la comunicación empeñado en resolver el gran conflicto de poderes de nuestro tiempo: los políticos versus los medios.
Acabo de leerlo y, si bien puedo destacar importantes aportes en el reconocimiento de las organizaciones de consumidores o veedurías, en la definición de políticas públicas de comunicación y la incorporación de principios de no discriminación, acción afirmativa y hasta del derecho a ocupar la ‘silla vacía’ en instancias de debate, huelo un tufo maquiavélico: el poder político expide un bonito listado de derechos frente al poder de los medios, con lo que contenta a ciudadanos y colectivos insatisfechos con los medios pero, astutamente, se reserva el control de la Superintendencia de Telecomunicaciones y Medios (art. 55), cuyo jefe se elige entre una terna propuesta por el Presidente (art. 56).
Este poderosísimo ente fija sanciones que llegan hasta el cierre del emisor que no sea veraz (art. 8), que haga juicios de culpabilidad antes de que la justicia se pronuncie (art. 11), difunda datos de carácter personal (art. 14), grabe conversaciones sin autorización (art. 15), o difunda información fiscal reservada (art. 19).
O sea, con el argumento de proteger al ciudadano de los abusos mediáticos, se mina la capacidad de fiscalización periodística al poder, sancionando métodos que sí permiten otras legislaciones. Para coronar el proyecto, el art. 163 obliga a los medios a promover una suerte de corporativismo social comunicativo y el art. 172 describe las situaciones en las que el Presidente podría suprimir la libertad de información en todo el país.
Comparto dos sospechas: 1) Que presidentes como Cristina Fernández (empeñada en ley similar) y Alan García están muy al tanto del experimento de Correa y 2). Que la declaración de este sobre la porquería es un ensayo, planeado desde la extraña programación de Laura Bozzo en el canal TC, para medir la reacción popular ante las intromisiones presidenciales en los problemas de la comunicación.
El Comercio, Perú, GDA