El trasfondo de la serie televisiva que lleva ese nombre es que se requiere un aparato judicial y policial, ley y fuerza, para evitar que los criminales destruyan la civilización, el orden. Rancière, siguiendo a Foucault, sostiene que la policía no se reduce a las bajas tareas de limpieza social sino que incluye las “altas” acciones que aseguran la convivencia, lo que hoy llaman políticas públicas.
Cuando se habla de Ley de Cultura, de inmediato viene a la mente el orden, sus fiscales y policía. La paradoja es que la cultura es Ley, el orden de los órdenes.
Pero ha de someterse a una ley para “fijar las garantías operativas de los derechos culturales”. Y esto porque en virtud de la “nueva visión” que contendría la Constitución de Montecristi, “el ciudadano común, los pueblos y nacionalidades ancestrales, así como los colectivos culturales contemporáneos, devienen sujetos de los derechos culturales y dejan de ser objeto de civilización, adoctrinamiento y sometimiento colonial”. Esta perla retórica la firma el presidente Correa.
Pero, ¿cuáles son esos derechos culturales? Donde se espera la novedad, el viejo liberalismo vuelve: identidad cultural, libertad de creación y ejercicio de las actividades culturales y artísticas, derecho a la memoria social y el patrimonio cultural, a los saberes ancestrales, celebraciones y rituales, a la participación en el espacio público. Por supuesto, “derechos tutelados” por el Sistema Nacional de Cultura. Es decir, por el Ministerio de Cultura.
El proyecto presentado a la Asamblea Nacional es más bien un reglamento de las instituciones gubernamentales para la cultura. No cabe cuestionar la necesidad de políticas públicas. Debe haber sólidas políticas de apoyo a las actividades culturales. ¿Se requiere para ello una ley que reglamente instancias con nombres tan cómicos como Centro Nacional de la Literatura, el Libro y la Palabra o Centro Nacional de Artes Visuales, Plásticas y Contemporáneas? En el fondo, se trata de suprimir la autonomía de la Casa de la Cultura, entidad moribunda desde hace décadas.
La revolución ciudadana necesita cierta “memoria social” ad hoc, que actúe como fuente de sus leyes, y anhela “ser la memoria del futuro”, como dice una tela en el Ministerio de Cultura. Las culturas crean y recrean sus leyes y órdenes más allá de cualquier “Ley de cultura”. Reinventan la memoria. Artistas, poetas y otros actores “perversos” están para desestabilizar el orden de la cultura. Esa es su soberanía. Lo que cabe en ese ámbito es poner en tensión esa soberanía hasta sus límites para dar cabida siempre a lo distinto. Y esa fuerza descansa en el aire: en la posibilidad de la interlocución con lo ajeno, lo no apropiable, lo que está fuera del orden.
Columnista invitado