Por su incidencia en el porvenir de la sociedad, la Ley Orgánica de Educación General debiera ser una de las grandes prioridades del debate nacional en estos momentos, pero diversas circunstancias han impedido que así suceda.
Es verdad que el proyecto de ley que se discutió en primer debate fue resultado de un esfuerzo para lograr acuerdos, gracias al trabajo de la Comisión Ocasional encargada de redactar el borrador final, pero eso no quiere decir que ese sea el límite para recibir propuestas y promover intercambios de experiencias, puntos de vista y maneras de entender la educación formal.
No se puede admitir, por ejemplo, que una ley destinada a regir al menos durante la segunda década del siglo XXI mantenga una visión tradicional, conservadora y prejuiciada sobre la metodología.
Entender la educación como circunscrita al aula y al concepto de “lo estatal” significa ignorar que los procesos formativos no solo se desarrollan en ese espacio sino también (y a veces con más impacto) en los hogares, la televisión, la internet, la calle, el cine, la música, el parque, los amigos, las actividades lúdicas, etc.
Otro problema que no ha sido suficientemente analizado es el papel controlador y regulador del Consejo Nacional de Educación, el cual será un organismo dotado de excesivas atribuciones y con poco o ningún espacio para otras formas de educación que no sean las estatales.
La Asamblea debería abrirse a la plena “ciudadanización” de las deliberaciones, las cuales, en coherencia con los postulados de la revolución ciudadana, deberían copar todos los espacios y promover la circulación de todas las propuestas, no únicamente de las que son resultado de intereses ideológicos que se juegan en el órgano legislativo.