Algunas de las políticas oficiales y oficiosas me llevan a preguntarme con frecuencia de qué laicismo estamos hablando… Lo cierto es que, entre nosotros, hay laicistas que serían felices si la Iglesia quedara relegada a las sacristías, lejos de cualquier presencia pública en la sociedad ecuatoriana. Algo difícil de entender, dados los planteamientos de la propia Iglesia y su real presencia en la conciencia y en el corazón del pueblo. Mal que le pese a algunos, las grandes marchas no son las de Correa ni las de Nebot, sino las del Cristo del Consuelo, la Virgen del Cisne o la de El Quinche, aunque, eso sí, con intenciones diferentes.
Leo en Internet unas declaraciones de Nicolás Sarkozy, presidente de uno de los países más secularizados del mundo en las que afirma que “la religión tiene algo que el Estado no puede dar”. Según Sarkozy, “la religión ofrece un gran servicio a la sociedad, dota a los hombres de la esperanza espiritual que el Estado no puede darles”, por eso opina que el concepto de laicismo debe ser “profundamente revisado”.
Y es que el viejo concepto decimonónico debe renovarse, pues creer que el Estado puede permanecer totalmente indiferente ante el hecho religioso es una posición desmentida constantemente por la realidad de los hechos.
‘Laicismo’ viene de ‘laos’ (pueblo), un concepto no solo civil, sino profundamente religioso y bíblico. Israel es el pueblo elegido y, antes que unidad política, es pueblo peregrino. Su alma es ser y sentirse pueblo escogido por Dios para hacer el bien. La Iglesia, especialmente después del Concilio Vaticano II,se identifica como ‘pueblo de Dios’, peregrino en medio de un mundo contradictorio, desgarrado tantas veces por ideologías, ansias de poder e intereses desmedidos. Ella trata, con alegría y esperanza, de aportar luz y fuerza ética en medio de tantos procesos liberadores y, por ende, en medio de tantas esclavitudes.
Construir democráticamente un país no significa negar el hecho religioso, ni su derecho y capacidad para organizarse y aportar desde su identidad propia al bien común. Una sociedad laica inteligente, que vaya a favor de los hombres y mujeres que la componen, siempre sentirá la necesidad de dialogar e integrar a cuantos luchan y trabajan a favor de la justicia, la equidad y la inclusión.
Antes, durante y después de la revolución ciudadana el hombre siempre estuvo, está y estará enfermo de egoísmo, tentado de vaciar su conciencia y su corazón, de romper el equilibrio ético que lo humaniza, de alejarse de Dios… La religión no es el opio del pueblo, ni la Iglesia Católica es el enemigo… Al contrario, su aporte es de esperanza, de seguir siendo personas libres, justas, comprometidas con la historia y con el pueblo con el que peregrinamos.