La clínica, en la 26 y la I, obtuvo permiso para 12 usuarios. El día del incendio había 30. Fotos: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
Pensaron que no saldría de ese hospital. Antes de ingresar por séptima vez a un centro de tratamiento de adicciones, Javier sufrió una sobredosis de H. “Lo desahuciaron, pero resistió”, recuerda Sandra Ramírez, quien tiene la imagen de su hijo plasmada en la camiseta negra que lleva puesta.
Javier había terminado el colegio y consiguió un empleo a los 19 años. Sus planes de ir a la universidad se truncaron cuando se sumergió en las drogas. En su casa, frente a un portarretrato que conserva la foto de un joven sonriente, confiesan que llegaron a encadenarlo para impedirle el consumo.
“Cuando se recuperó de la sobredosis, les rogué a los médicos que lo internaran en un centro del Ministerio de Salud, pero dijeron que no era necesario. Averigüé en un centro privado y me pidieron USD 900; era imposible… Así llegamos a esa clínica”.
Habían pasado dos meses desde que Javier ingresó al centro Por una nueva vida, que funcionaba en una vetusta casa del Suburbio de Guayaquil. Allí, a sus 22 años, murió asfixiado junto a otros 17 jóvenes en un incendio dentro de una habitación enrejada y sellada con candados conocida como la ‘lagartera’. Fue el 11 de enero.
Aunque el caso ha pasado por varias etapas, el pasado miércoles regresó a la Unidad Judicial Valdivia Sur para su sorteo con un nuevo juez. El proceso volverá a la fase preparatoria de juicio con el tiempo en contra; en casi dos meses caducará la prisión preventiva contra los únicos detenidos.
Un día después del incendio, el juez Hermes Jiménez ordenó la detención de Orlin B. A., propietario del centro, y de Johnny A. A., encargado de las llaves del lugar, por homicidio. Wiston P. R., quien habría sido médico de la clínica, recibió medidas sustitutivas y es procesado por homicidio culposo.
La Fiscalía pidió también vincular a cuatro exfuncionarios de la desaparecida Dirección de Salud del Guayas, por otorgar en junio del 2017 un permiso de funcionamiento al lugar. Aunque caducó un año después, el papel pegado en el ingreso a la clínica daba confianza a quienes llegaban en busca de tratamiento.
En esos documentos aparecían los nombres de Bernardo H. B., exdirector provincial de Salud, también Carlos C. S., Margarita A. S. y Sindy Z. G., quienes figuraban como encargados de las áreas legal, médica y de psicología.
“Todos conformaban el programa Cetis (Comisión Especializada Técnica Institucional de Salud), que se encargaba de inspeccionar los centros de atención a personas con problemas de adicciones. Pero el sitio no tenía los espacios, no había salidas de emergencia… No daba las garantías”, dice Milena Zambrano, abogada de los familiares de los 18 jóvenes.
El juez Iván López sobreseyó a los exfuncionarios al considerar que su accionar fue solo administrativo. En una audiencia de abril pasado argumentó que el exdirector estuvo tres meses como encargado, acogió la versión de los trabajadores sobre la falsificación de sus firmas y aclaró que el permiso cumplía con los “protocolos y requisitos de la norma vigente en ese momento”. La decisión fue apelada por la Fiscalía y la defensa de los familiares.
Desde entonces, el caso ha pasado por varias instancias. Incluso en junio fue enviado a Quito por un recurso de hecho planteado por algunos de los exfuncionarios de Salud.
Mientras espera la fecha de una nueva audiencia, José Ortiz recuerda que seis días antes de la tragedia buscaba con desesperación a su hijo Arlingthon. Repentinamente, un mensaje llegó a los celulares de familiares para calmarlo.
“Era él, avisando que estaba donde el tío Orlin. Se lo había topado en la calle y le pidió ayuda porque consumía demasiado. Al siguiente día fuimos a la clínica a cancelar USD 100 y a dejarle ropa”. Esa fue la última vez que lo vio con vida.
Don José enmudece cuando abre una gigantografía con las fotos de su hijo de 27 años, quien le dejó cuatro nietos. Cerca de 15 niños perdieron a sus padres aquel 11 de enero.
Entre el dolor de los sepelios y el angustiante trámite inicial de las denuncias, las familias recuerdan que recibieron varias visitas de autoridades. Incluso les ofrecieron un bono para los huérfanos, pero dicen que no les cumplieron.
Marcelina Cavero está criando junto a su nuera a una pequeña de casi un año, que le recuerda a César Isaac. “Ya había estado donde el tío Orlin, como le decían al dueño. Al mes pagábamos USD 200 y cuando iba siempre me esperaba en una sala. Nunca vi el cuarto con rejas donde murió”, dice mientras deja ver la tinta que tiñe su piel. Poco después del incendio se tatuó el rostro de su hijo de 19 años en un brazo.
“Llevamos a nuestros hijos para rehabilitarlos, no para recibirlos de esta forma… Todos ellos murieron calcinados”, le interrumpe Sandra, quebrantada, mientras revive las últimas fotos de Javier desfigurado, que dolorosamente guarda en su teléfono celular.
Le han pedido borrarlas pero siente que es la única forma de hacerse escuchar. Esta madre juntó las últimas fotografías de las 18 víctimas y armó una pancarta gigantesca que ha llevado a cada audiencia desde enero, en busca de justicia.