Redacción Siete Días
Sobre las yemas de dos de sus dedos, Jorge Del Pino acomoda dos diminutas figuras blancas: dos elefantes de vidrio.
Son parte de la colección que comenzó en la Navidad de 1991, cuando una amiga le regaló cinco elefantes de cerámica blanca con adornos azules. Esa misma amiga le obsequió los elefantes diminutos, que se ven mejor con lupa.
Antes, ya había tenido uno que otro, pero fue hace 18 años cuando comenzó a reunir elefantes, y “hasta me constituí en un ladrón de elefantes”, dice con un guiño.
Del Pino tiene una gran afición por las colecciones. Ya reunió estampillas, monedas y hasta cuentos de motivación, de esos que circulan por Internet. En la sala de su casa, en Conocoto, los elefantes están por todos lados, aunque a simple vista solo resalten los dos más grandes, en la chimenea.
En una esquina de la sala, una discreta vitrina de madera y vidrio alberga la mitad de la colección. También hay un colgante, de esos que se mueven con el viento y producen música cuando sus tubos se tocan. Los elefantes también están ahí, dibujados.
En un rincón del comedor, otra vitrina de madera y vidrio guarda el resto de la colección. Hace unos días, su esposa contó cada elefante que hay en la casa: 425.
Del Pino toma un elefante de una vitrina y cuenta: “Este es el primer elefante que me robé”.
Cuenta que fue de visita a casa de un amigo y vio al pequeño elefantito de cristal y “qué mala intención que tuve. En una de esas me lo metí en el bolsillo y me di la vuelta y dije, no. Lo puse otra vez en el puesto”. Pero otro día que volvió a la casa de su amigo, terminó por ceder a la tentación y ahora ya está en su colección.
Él también ha sido víctima de ladrones de elefantes, porque quienes coleccionan dicen que deben ser tres: uno comprado, uno regalado y otro robado.
Del Pino cuenta que, antes de que se le ocurriera coleccionar elefantes, se había comprado uno. Pero un día desapareció. Luego fue a visitar a un amigo suyo, y ahí encontró al elefante.
Tiempo después, cuando empezó a coleccionar, las hijas de su amigo quisieron ayudarlo y le dijeron que tenían unos que le podían regalar. “Y ahí vino mi elefante, directo a mis manos”.
Del Pino tiene una memoria prodigiosa. Al azar, va señalando a los elefantes y recuerda cómo los consiguió, quién se los regaló, de dónde vienen… Hasta cuánto costaron. Por ejemplo, un elefante que le costó un sucre. Tiene elefantes de Perú, de Colombia, del Líbano, de India, de México (hecho de conchas). Asimismo ha hecho elefantes. Como uno blanco de cerámica, un pasatiempo que comparte con su esposa.
Tiene elefantes dibujados en el papel, regalo de las sobrinas de su mujer. Ellas le dicen ‘trompita’. Hoy son quinceañeras, pero de chiquitas dibujaron con lápices de color elefantes para su tío. Una le hizo un elefante con plastilina, que él guarda orgulloso. Tiene velas en forma de elefante y hasta un lápiz de labios cuyo estuche es un elefante dorado. Hay de cristal, tagua, madera, plástico. Elefantes de juguete, alcancías
En juegos de cuarenta, se ha ganado unos cuatro. Cuando se jubiló de Petrocomercial, los compañeros le regalaron otro. También su mamá le dio uno. Y su esposa le ha hecho varios. “Son muy especiales, tienen un fondo sentimental demasiado profundo”.
Hoy dice que ya no está obsesionado con su colección. “Ahora solo acepto los elefantes de regalo. Ya no robo”.