¿Lo importante de la vida es seguir respirando, o lo capital es la dignidad?
El escritor Carlos Framb acaba de publicar su confesión literaria Del otro lado del jardín, en la que relata con una sinceridad estremecedora la relación que existía entre su madre y él, y la forma como la asistió a bien morir al final de su vida, cuando la enfermedad y un cúmulo de dolencias la dejaron postrada en la incapacidad física, la soledad y la ceguera.
Después de algunas horas en las cuales el escritor se despide de un mundo que siente ya lejano y sin sentido, él mismo se recuesta junto al cadáver de su madre y se envenena también, con la sorpresa de que despierta para enfrentar un proceso penal en su contra.
Es un libro que se debería discutir no solo en las facultades de Derecho, en clases de ética y Medicina, sino en los colegios, con los muchachos más jóvenes. Porque detrás de él hay una vieja discusión: ¿cuándo la vida es vida, es decir, cuándo es deseable estar vivo? ¿Es importante seguir con vida pase lo que pase, o hay circunstancias en las cuales seguir con vida se vuelve una tortura, un castigo, una carga ?
Y hay que tener cuidado con las respuestas, porque algún día seremos nosotros los que estaremos en la cama, postrados, y entonces tendremos que hacernos responsables de lo que dijimos.
Hace pocos años, mi padre enfermó de un cáncer que lo fue minando. Era profesor de la Universidad Nacional, educado durante la contracultura de los años 60 y 70, un librepensador que hablaba varios idiomas y había pasado por distintas academias del mundo. Muchas veces, él y yo habíamos tocado el tema del suicidio y de la muerte asistida.
Por eso, durante los peores meses del mal, yo esperé que él tomara la firme decisión de detener su paulatino y doloroso deterioro físico.
Al fin, una tarde, nos quedamos solos y él manifestó su deseo de tomarse una sobredosis de somníferos y morfina.
Pero ya era tarde: la garganta estaba muy cerrada y no pudo lograr su cometido. Al final, agotado, se recostó en su cama y se quedó dormido.
Después de su muerte, al recordar miles de veces esos meses, me fue entrando la culpa: ¿por qué lo había dejado a merced de esa enfermedad? ¿Por qué yo no me había informado y había sido capaz de brindarle una salida decente para semejante tipo de dolor?
Carlos Framb, en este magnífico testimonio, no duda un segundo de reconocer cuál es su deber: ayudar a su madre a ir al otro lado del muro, donde un jardín esplendoroso la espera: la muerte dulce, reposada y bien asumida.
De ahí la admiración que generará este libro en lectores desprendido de discursos parroquiales y de doble moral imperante.
El Tiempo, Bogotá, GDA