David Ben-Gurion proclama oficialmente el Estado de Israel en Tel Aviv. 14 de mayo de 1948.
La existencia de un Estado israelí tiene fecha de origen y fundamento jurídico, en el plano del Derecho Internacional. Se trata de la Resolución 181 de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), del 29 de noviembre de 1947, aprobada por 33 votos a favor, 13 en contra y 10 abstenciones.
Dicha Resolución, en lo esencial, define la creación de dos Estados, uno israelí y otro palestino, en la parte occidental del Mandato Británico de Palestina, ante el anuncio del Mandatario de su decisión de retirarse del mismo. Una comisión ad-hoc de delegados de varios países miembros de la ONU, elabora un plan de partición, que es aprobado por la Asamblea General.
Dicho plan adjudica el 54% del área total a Israel y el 46% a Palestina, estableciendo las líneas de demarcación que separarán a los dos Estados por nacer. Las ciudades de Jerusalén y Belén, por su múltiple significación religiosa, deberán quedar bajo control internacional. Setenta años más tarde, las realidades están muy lejanas a dicha acta de nacimiento: Las líneas de demarcación han sido alteradas radicalmente, al punto que hoy Israel controla mucho más del 54% que le fuera adjudicado. La población judía, que en 1947 representaba alrededor del 31%, hoy día alcanza el 70%.
Jerusalén no solo no está bajo administración internacional, sino -tras la guerra de 1967, en que Israel obtiene el control militar sobre la ciudad- esta ha sido declarada capital “única e indivisible” de Israel. Cuando se crea el Estado de Israel, evidentemente se trata de un Estado multicultural y multirreligioso, lo que se reconoce en la Constitución israelí originaria, dando status de idiomas oficiales al hebreo y al árabe. Esto ha sido eliminado en la última reforma constitucional, dejando únicamente al hebreo como idioma oficial. Más importante, nunca se crea el Estado palestino, que es la otra parte central de la referida Resolución 181.
A consecuencia de esto, la población palestina ha sido permanentemente desplazada, y al día de hoy, en la Franja de Gaza se hacinan 1 850 000 personas, en un territorio de 360 kilómetros cuadrados, con una densidad de 5 500 personas por kilómetro cuadrado (de entre las más elevadas del mundo), en unas condiciones lamentables de carencia de servicios básicos, salubridad y empleo.
Los 70 años transcurridos nos muestran claramente una consistente política israelí de hechos consumados, ante una errática posición palestina, que, en el tiempo, ha tenido graves dificultades para configurarse de manera coherente.
Durante este tiempo, Israel ha librado cuatro guerras victoriosas contra un conjunto de países árabes, obteniendo significativas ganancias territoriales, siendo las más importantes el control de Jerusalén y la ocupación de los Altos del Golán, en su frontera nororiental con Siria. Ha llegado a acuerdos de paz con Egipto y Jordania, lo que le ha dejado las manos libres para enfrentar a Siria y, particularmente, para dar largas a cualquier entendimiento sobre un Estado palestino.
Es evidente la debilidad cada vez mayor de la posición palestina, que, tras los Acuerdos de Oslo de 1994, reconoce también el derecho a la existencia de Israel, a cambio de una declaración -no muy efectiva- de la implementación de un Estado palestino. De hecho, la política israelí ha sido la de alentar sistemáticamente nuevos asentamientos de colonos judíos en territorios que, según la Resolución 181, serían parte del Estado palestino, y de desalentar por diversos medios -muchos de ellos non santos- la permanencia de árabes palestinos en el Estado de Israel, y, particularmente, en Jerusalén Oriental.
La última guerra convencional que mantuviera Israel con sus vecinos árabes fue la de 1973, conocida como Guerra del Yom Kippur. Sus conflictos posteriores se han producido con organizaciones de milicias, mayormente palestinas, que han tratado de enfrentar la maquinaria militar israelí, con métodos no convencionales, y que han sido duramente respondidos por una política israelí sin concesiones.
De estas, las principales han sido: a) Hezbolá, asentada fundamentalmente en Líbano, organización financiada, entrenada y respaldada por Irán, país al cual ha resultado funcional para controlar buena parte del sur del Líbano, amén de haber sido influyente en su apoyo al régimen de Bashar al-Ásad en Siria y haber triunfado en las últimas elecciones en Líbano; y, b) Hamás, basada en la Franja de Gaza, desde donde ha enfrentado al Estado israelí, con ataques con cohetes y morteros, así como a través de movilizaciones masivas, principalmente llevadas a cabo por jóvenes palestinos cada vez más desesperanzados respecto de su futuro.
El Israel que se configura en el momento de su creación es por su naturaleza multicultural, pues los migrantes que llegan al territorio provienen de los más distintos orígenes. Junto a los sobrevivientes del Holocausto en el norte y este de Europa, Polonia, Rusia y Rumania. Llegan también de Francia, de Italia, de los Balcanes, y en grandes números, del norte de África, desde Marruecos a Egipto, y del propio Oriente Medio, desde Siria, Iraq e Irán. Se comunican entre sí en la multiplicidad de idiomas y dialectos que una Diáspora de 2 000 años ha generado, desde el yiddish al ladino y, naturalmente, el árabe. Se asientan en un país donde son una minoría, pues los árabes palestinos representan el 60% de la población.
El liderazgo político de Israel en esta etapa primaria está a cargo del Mapai, el partido laborista israelí de tendencia socialista. Difícilmente se puede concebir un escenario menos propicio para proponer un Estado cerrado y manifiestamente excluyente, como el que emerge de las reformas constitucionales recién aprobadas, en las que expresamente se establece que “el ejercicio del derecho de autodeterminación nacional en Israel es únicamente para el pueblo judío”, que constituye una evidente declaración de ‘apartheid’ político para las minorías árabe-palestina y drusa. Para no dejar duda, se elimina al árabe como el otro idioma oficial del Estado.
En pocas palabras, el 25% de la población de Israel no tiene nada que decir ni opinar sobre las decisiones que el Estado israelí adopte. Establece además que el Estado considera los asentamientos judíos (obviamente en territorios ajenos) como un “valor nacional” y que debe actuar para alentarlos y consolidarlos. Es la bendición constitucional del despojo de las tierras palestinas, que venía dándose de hecho desde hace rato, en un proceso cuyos actores se califican de ‘colonos’, con las connotaciones que el término lleva, la apropiación de las tierras y el desplazamiento de unos nativos molestos.
La mutación de Israel a este modelo de segregación y exclusión de los ‘otros’ es una consecuencia lógica de la emergencia política de grupos religiosos fundamentalistas judíos, que se han vuelto decisivos y funcionales para la derecha israelí, históricamente articulada al Likud.
Ciertamente, la reforma realizada calza perfectamente con esas visiones que lo califican de ‘Pueblo elegido’. La conclusión de esta línea argumental, como es obvio, conlleva el carácter de ‘no elegido’ de todos los demás. Qué lamentable el olvido de Israel de un similar postulado, el de la ‘raza elegida’, que encarnado en un modelo cerrado y excluyente impuso entre 1939 y 1945, esa concepción de superioridad racial que implicaba la de inferioridad de los ‘otros’. Ocho millones de personas, seis millones de ellas judías, fueron sacrificadas ante el Moloch del racismo y el mito de las superioridades. Es como si hubiera muchos monumentos y muchos museos para tan poca memoria. Analista internacional.