De la intimidad

Me pregunto si tengo derecho a la intimidad. Me pregunto si la privacidad está aún vigente; si puedo poner límites a las invasiones a mi conciencia; si la intimidad es pura nostalgia, o si sobrevive a los embates del poder y a los intereses del mercado. Me pregunto esto porque siento que el menoscabo de esos privilegios del ser humano es constante, y empiezo a temer que la novela de Orwell pronto será un cuento de niños.

El poder del Estado y el poder del mercado, adversarios casi siempre y en casi todo, sin embargo, en esto de la intimidad operan contra el individuo en una especie de implícita coincidencia. El objetivo de cada uno es cercar a las personas, hacerlas dependientes de sus planes y de sus intereses. Es domar la rebeldía. Es uniformar las conductas. Es domesticar para dominar. Es tener un universo de bobos que aplauden, que creen lo que les dice la propaganda, que no piensan, que ven telenovelas y cadenas nacionales.

Estado y mercado, cada cual por su lado, han avanzado mucho en la conquista de las conciencias. Queda poco terreno por explorar, poco por “evangelizar”. Quedan unos cuantos raros que no creen en la cantaleta que induce a comprar y estar a la moda para ser feliz, ni en la que ofrece la salvación en cuotas electorales. Son pocos los que piensan; los que sospechan que esos dos caminos llevan al mismo destino de alienación y de desgracia, porque desgracia es abdicar de la condición de personas y asumir la de sumiso escucha, votante o comprador.

Estado y mercado usan la misma herramienta para invadir intimidades y obtener obediencia: la propaganda, el marketing, basados en los sondeos, en la consulta a la superficialidad de opiniones enajenadas. Sobre esas “muestras” se construye el mecanismo de entontecer, de inducir la conducta por la repetición y la imagen, por las falsas esperanzan de redención, ya sea que la redención se ofrezca por la vía del “ogro filantrópico” de la burocracia y la política, o ya por la de la manía de comprar cosas, de endeudarse para “estar in”, para salir en la foto de la moda y no quedarse fuera.

Casi nadie quiere quedarse fuera. Son contados los que prefieren la dignidad de la soledad y la diferencia. ¿Queremos ser personas, o simples consumidores o tristes votantes? De allí nace la angustia por acomodarse, por renunciar a la intimidad, por asumir lo que le venden, lo que le cuentan, lo que le inoculan. Apuro y angustia por ceder a la magia del mercado y del poder, al encanto de la propaganda que llega en ascenso, que invade y abruma.

El tema es que no puede haber ni democracia ni sociedad civil, ni humanidad, sin efectiva libertad de conciencia, sin intimidad, sin tiempo y espacio para estar fuera de la abrumadora presencia de los que venden, de los que cuentan, de los que hablan.

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