En el edificio del Eje Laboral de la Cárcel Regional de Cotopaxi, las internas instalaron un pesebre de botellas plásticas, cubetas de huevos, papel y tela para Navidad de este 2019. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
Hace cuatro navidades que Marcela no ve a su hijo. Le han dicho que es alto, que es buen estudiante y un adolescente tranquilo. Pero en sus recuerdos quedó fija la imagen de un niño de 8 años, de quien no tuvo tiempo de despedirse. Fue detenida en el 2015 y ahora cumple una sentencia de seis años de prisión, en la Cárcel Regional de Cotopaxi. La versión que conoce su hijo es que ella migró a Estados Unidos y que no ha podido volver al país porque no tiene trabajo. “Mi peor error es no haberle dicho la verdad. Es una carga más pesada que el encierro”, reconoce la madre, de 41 años.
Su voz empieza a entrecortarse, como si alguien le oprimiera el pecho. Pero antes de estallar en llanto, sus compañeras la reconfortan. La llaman por su nombre real. Le dicen que no pierda la esperanza y que la Navidad es justamente eso: perdón y amor. “Y el perdón debe empezar por una misma”, agrega una interna.
Un abrazo y Marcela se siente mejor. “Cada Navidad sin mi hijo es también un paso más cerca para salir de aquí”, dice mientras recobra el semblante. Ella forma parte del grupo de Comunicación de la cárcel, al que también pertenece Paula, de 23 años. A diferencia de Marcela, la joven no tiene hijos ni parientes que la visiten, pues su familia está en Colombia. Dice que ahora sus compañeras de celda son sus hermanas. “Es difícil estar en un contexto de privación de libertad, pero nosotras decidimos que somos familia”. Paula completa una sentencia de ocho años de cárcel. Esta es su segunda Navidad presa.
Un Niño Jesús de cerámica permanece en una bodega de la cárcel de Cotopaxi, junto con otras manualidades. Este 25 de diciembre del 2019 es ubicado en su cuna. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
A Marcela le duele no poder responder las preguntas de su hijo cuando ella lo llama por teléfono y finge estar en el exterior. ¿Cuándo vuelves? ¿Por qué nunca me has enviado un regalo? ¿Por qué no tengo fotografías de ti?, le dice. “Un año me dijo que estaba reuniendo USD 500 para comprar un pasaje y visitarme en Estados Unidos. Se me rompió el corazón al escucharlo”.
Pero no todo es tristeza en la cárcel de mujeres. Rosalyn, de 28 años, es otra de las 893 detenidas que viven en el centro, en donde se levantó un árbol navideño y se colocaron adornos.
La joven no tiene quién la visite ni en Navidad ni en ninguna otra fecha especial. Sus padres se quedaron en su natal Cuba y desde hace siete años que no los ve. “Ni todas las llamadas telefónicas o los interminables correos electrónicos se comparan con una tarde con ellos”. Cumple una condena de 10 años por trata de personas.
En su primera Navidad en la cárcel de Cotopaxi recibió como regalo un osito tejido y relleno con retazos de tela.
Una de sus compañeras, quien pertenece al Eje Laboral, lo confeccionó.
En este un grupo hay 250 internas que trabajan en costura, pintura, tejido y otras manualidades por las que ganan dinero. En Navidad se encargan de los pesebres, árboles y toda la decoración. “Son expertas en tomar un montón de telas y lanas y volverlas en algo lindo”, dice Miledy Carrión, directora de este centro carcelario.
Un grupo de mujeres elabora fundas de regalo en esta Navidad del 2019. 250 privadas de la libertad trabajan en la Cárcel de Cotopaxi. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
En la segunda Navidad de Rosalyn, morena, delgada y de cabello rizado, le sorprendieron con un perrito de peluche. “¿Cómo voy a estar triste si tengo amigas tan buenas?”.
Mientras paga su condena estudia Derecho a distancia y es profesora de apoyo para otras internas que cursan el bachillerato. También es parte del grupo Centinelas, una brigada de intervención terapéutica, conformada por privadas de libertad, cuya misión es prevenir y evitar los suicidios.
Ruth, de 55 años, es líder en este grupo. Cuenta que diciembre es un mes emocionalmente fuerte. Sus compañeras se deprimen, dejan de comer, no se bañan, se aíslan y presentan rasgos hostiles.
“Buscan pelea con otras, solo para ser agredidas”, dice la mujer, con la seguridad de una psicóloga profesional. Pero no es un título lo que avala sus conocimientos, sino su propia experiencia. Sufrió depresión en la primera Navidad, de las cuatro que lleva detenida. No quiso salir de su celda ni comer. “Pero entendí que Navidad es esperanza, que un niño nació en Belén para darnos libertad”.
Ruth se refugia en la fe. Otras presas la consideran una madre a quien siempre pueden acudir con sus problemas y sus dolores. Para ella, esta será la última Nochebuena tras los barrotes. En el 2020 hará sus papeles para la prelibertad “y, si Dios quiere”, volverá a ver a su madre, quien por el Alzheimer ya no la reconoce. “Pese a todo, este ha sido el mejor año. Mi nieta de 11 meses me visitó. Es el regalo más hermoso que pude haber tenido: el amor de ella, abrazarla y acariciarla”.