Consumidos por las llamas y el humo, más de 80 reclusos murieron en Chile la semana pasada. La tragedia exhibió algunos de los delitos que el Estado comete en este país, el más desarrollado de América Latina, el menos corrupto y el que hace poco se granjeó la admiración mundial por el exitoso rescate de 33 mineros.
Las pésimas condiciones en que viven los presos, origen de la tragedia en Chile, es una realidad que comparte toda América Latina, sin que importe el signo político y la condición económica de los países. Con excepción de Costa Rica, el hacinamiento y sobrepoblación carcelaria es la norma. En Chile es de 66% promedio, pero hay países donde bordea el 200 % como Bolivia.
Atender el tema carcelario no es prioritario para ningún gobierno, entre otras cosas porque no da réditos políticos. Lo que da réditos es atacar al crimen con medidas coyunturales que apuntan a detener a más personas, a endurecer penas y satisfacer la demanda social de seguridad y en ocasiones hasta de venganza.
Los Estados violan con impunidad los derechos más elementales de los reclusos. Incurren en delitos que nadie sanciona y esto sucede, paradójicamente, en el propio seno del sistema de justicia penal.
El argumento de que los derechos de los presos no son importantes, pues ellos, al cometer sus faltas no respetaron los de sus víctimas, es escuchado con frecuencia en nuestros países. Se trata de una postura primitiva que debe ser rechazada, pues el Estado y la ley no pueden estar al servicio de la venganza.
Los muertos en la cárcel de Chile, la mayor tragedia de su tipo registrada en este país, se sumaron a otros de la región. Se cuentan por cientos y la culpa es básicamente de los Estados.
Estudios indican que los homicidios al interior de las prisiones latinoamericanas ocurren en una relación 25 veces más alta que en la vida en libertad, y el número de muertes por suicidio es al menos ocho veces mayor en los centros de reclusión.
El Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente, advierte que la realidad penitenciaria en América Latina es grave. “Los presos son privados prácticamente de todos sus derechos fundamentales y sometidos a condiciones insalubres y violentas, que constituyen en sí mismas una pena cruel, inhumana y degradante”, señala.
Al rostro exitoso de Chile se le corrió algo de su maquillaje con las muertes en la cárcel de San Miguel. Vivían 1 900 reclusos en instalaciones diseñadas para 1 000.
Ojo con otros países, el terreno está abonado para nuevas tragedias. Los presos merecen penas, no violación de derechos. Atender su drama no da votos, pero hacerlo o no habla del verdadero desarrollo humano que alcanza un país.