El honor de una nación y de su mandatario se defiende con un ejercicio prudente y justo del poder, no con bravatas ni salidas de tono frecuentes. Se cultiva el honor de un pueblo educándolo para la paz y no para el odio, guiándolo para el reencuentro y el logro sinérgico de grandes metas nacionales, y no azuzándolo a la revancha o a la división interna. El honor nacional se protege dialogando con los opositores y no tratando de acallarlos, convenciendo respetuosamente y no pidiendo prisión para quienes discrepan, -incluso si actúan de forma grosera-, pues la diferencia de poderío e influencia entre un presidente y un ciudadano es gigantesca, y el verdadero honor es contrario al abuso. El honor de un país se defiende esclareciendo públicamente y nítidamente los actos oscuros del régimen, que afloran en las acusaciones de corrupción, y no negándolos a rajatabla. El honor del país exige incrementar el surgimiento de diversidad de líderes de alta calidad y no centralizar todo el poder en un mesías que actúa como si poseyera las llaves de la verdad y del paraíso. El honor de un país se fortalece buscando una maduración real de la democracia y no implantando un sistema autoritario que se transforma más y más en una dictadura con “elecciones”.
El honor de un país se alcanza manteniendo relaciones independientes, claras y firmes frente a los poderes internacionales, pero no cayendo en fanfarronadas que conllevan perjuicio para muchos ciudadanos. Se puede ser digno sin necesidad de ser altisonante, y un estadista sabe que no debe actuar como valentón de barra extremista, porque comprende que esas son actitudes de la adolescencia o del fanatismo, no del liderazgo maduro y sabio.
El honor de un país se logra aceptando la alternancia en el poder, no aferrándose mañosamente al mando por elecciones manipuladas, propaganda hipnotizante y plebiscitos tramposos, para tratar de mantenerse décadas sobre el potro. El honor de un país se cimenta alcanzando su genuino florecimiento económico, basado en el emprendimiento de muchísimos ciudadanos y organizaciones, desde la microempresa familiar hasta las empresas gigantes, y no convirtiendo a todo un pueblo en limosnero de dádivas oficiales, degradándolo a clientela fanática.
Los grandes líderes comprenden que el honor está hecho de humildad y no de arrogancia, de sensatez y no de imprudencia, de valentía y no de desplantes, de alegría pero no de cursilería. Su mayor poder está en que sus pueblos los respetan y los aman, pero no los idolatran porque saben que son humanos y que cometen errores. Los grandes líderes quieren ciudadanos libres, pensantes y capaces de cuestionarlos, y no vasallos rumiantes de sus discursos, ni fanáticos que los endiosen. ¡No!
Esta clase de honor, es poco frecuente en las oscuras esferas de la política.