En 1924, 1928 y 1930, Uruguay permitió la narración de un fútbol criollo. Foto: Archivo EL COMERCIO
El argentino Pablo Alabarces es una de las referencias mayores en Latinoamérica cuando de estudiar el fútbol desde la academia se trata. Dedicado a las investigaciones sobre la cultura popular, el fútbol no podía dejarse de lado e, incluso, convertirse en uno de los centros de su tarea. Por ello, él ha sido fuente de consulta permanente para entender ciertos fenómenos que van mucho más allá de los 90 minutos que dura un partido.
Como autor solitario, en colaboración o como compilador, ha publicado varios libros que intentan comprender la complejidad que ofrece este deporte. Algunos títulos son sugerentes: ‘Cuestión de pelotas. Fútbol, deporte, sociedad y cultura’; ‘Fútbol y patria. El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina’; ‘Crónicas del aguante. Fútbol, violencia y política’ o ‘Héroes, machos y patriotas. El fútbol entre la violencia y los medios’, entre otros.
El año pasado, Alabarces publicó ‘Historia mínima del fútbol en América Latina’ y que no ha llegado a Ecuador. Este libro suple un vacío. No se había escrito una historia que abarque todo el subcontinente. Hay historias nacionales o locales, pocas o casi inexistentes, como en el caso ecuatoriano. Han sido escritas mayormente por historiadores aficionados o periodistas con una metodología no siempre rigurosa.
Alabarces recorre desde los primeros juegos y clubes en América Latina, desde el Río de la Plata hasta llegar al Caribe. Y si bien hay muchas semejanzas en los orígenes, más son las diferencias en las fundaciones y los procesos de desarrollo de lo que llamamos fútbol latinoamericano. “Es la historia de algo que no existe”, sorprende el autor al iniciar el texto, sino la voluntad de una “narrativa unificada”.
El libro, además, desmonta mitos como aquel de los marineros ingleses. Es más, ni siquiera hubo tanto inglés, como se supone. Fueron los escoceses los que más predominaron en los inicios del fútbol en muchos países. Y si bien demarca las diferencias y complejidades de este deporte en cada uno, hay algunos elementos comunes, como los puertos o los ferrocarriles.
El fútbol llega a estas tierras con la incorporación regional a la expansión del capitalismo. Se pudiera hablar de imperios, aunque el autor prefiere referirse más a comunidades que llegan con algún deporte. Eso explica que hubiera dos zonas de ‘influencia imperial’. El fútbol tiene éxito donde llegaron los británicos; el béisbol, donde los estadounidenses: el Caribe y Centroamérica.
El caso cubano es particular: aparece como una expresión antiimperialista porque para cuando les llega el béisbol, el imperio era todavía España.
Quizás el elemento unificador más importante que trata Alabarces es que el fútbol nace en las élites y luego se populariza. Los primeros clubes de finales del siglo XIX y principios del XX eran de las colectividades inglesas que en sus inicios impulsaron el cricket y luego incorporaron el fútbol para que cumpliera una finalidad educativa: la formación de ‘gentlemen’ británicos en suelo americano.
La popularización dio lugar a la fundación de lo que denomina “clubes plebeyos”, integrados por los locales de las fábricas o talleres ferroviarios, y que no se regirán por las reglas del fair play británico. “Si el fair play de la moralidad británica defendía el respeto por las reglas de juego, pero también por el adversario -es decir, un doble sistema de normas morales- esa concepción fue siendo reemplazada también doblemente. Por un lado, por la defensa de la picardía como arma en el juego, aunque significara la violación de la regla. Pero más centralmente, el respeto por el adversario y la consecuente ‘hidalguía’ tanto en la victoria como en la derrota fueron reemplazados por la experiencia de la derrota como vergüenza y humillación.
Una concepción anglosajona del honor dejaba lugar a una concepción mediterránea: la derrota se transformaba en afrenta, que debía, entonces, ser lavada, de ser preciso, con la pelea”, se lee en el libro.
Si bien a las élites les preocupaba esta popularización, pronto vieron que era una vía de disciplinamiento, de poner en orden a la clase trabajadora, evitar los excesos con el alcohol para que sean más productivos. No les salió del todo bien: pronto hubo quejas de que trabajaban menos para dedicarse más al fútbol.
El surgimiento de estos clubes plebeyos dio paso a otra gran transformación y que se encontraba en la antípoda de la moralidad inglesa: el profesionalismo encubierto. La moralidad británica quería que se conservara amateur, pero en las clases populares se pujaba por un salario. El fútbol ya les era, en las primeras décadas del siglo XX, un vehículo de ascenso social, y algunos clubes pagaban a los jugadores: constar en la nómina de alguna fábrica o alguna empresa (piénsese en Ecuador, el Aucas: los jugadores recibían salarios de la Shell).
La negritud es fundamental para que el fútbol latinoamericano sea lo que es. La incorporación de afrodescendientes comenzó en Uruguay y una de sus figuras mayores de su tricampeonato de los olímpicos de 1924 y 1928 y en el Mundial de 1930, era José Leandro Andrade, mejor conocido como ‘la maravilla negra’. Y el capitán de 1950, aquel que recogió la pelota en su arco tras el gol brasileño, el que les dijo a sus 10 compañeros que “los de afuera son de palo” para lograr la mayor hazaña de la historia del fútbol, el ‘Maracanazo’, fue otro afrodescendiente: Obdulio Varela.
La pretendida inclusión de la negritud brasileña viviría su contracara en ese mismo mundial. Para ello es necesario un antecedente. Haber llegado a las semifinales de Francia 1938 fue, según publicó el antropólogo y sociólogo Gilberto Freyre, en el Diario de Pernambuco, la muestra de “coraje, que finalmente tuvimos, de enviar a Europa un equipo fuertemente afrobrasileño”. En esa cruzada ‘proafro’ también participó el periodista Mario Filho, cuyo nombre es el oficial del estadio Maracaná. Se pensaba en la “democracia racial” del fútbol brasileño, algo a lo que la sociedad se había resistido. Pero perder con Uruguay en la final, sobre todo con el arquero Moacir Barbosa, dio lugar a que las élites y los conservadores afirmaran que los negros brasileños no dejaban de ser débiles.
Ocho años después, sin embargo, dos negros, Pelé y Garrincha -este fue el verdadero ídolo del pueblo brasileño– levantaron la Jules Rimet, abriendo paso a la denominada “democracia racial” en un país profundamente racista.
Estas son algunas historias de lo que el periodismo ayudó a levantar relatos épicos, de identidad, de “la nuestra”, la ‘criollización’ del fútbol que trajeron ingleses y escoceses, en un libro, además, bien escrito, no por la corrección sino porque se deja leer con una pasión acorde con este deporte.