Hacinamiento y bodegas afectan al Centro Histórico de Quito

Camiones descargan decenas de cajones para embodegarlos en los segundos pisos. Foto: EL COMERCIO

Camiones descargan decenas de cajones para embodegarlos en los segundos pisos. Foto: EL COMERCIO

En una de las casas renteras de la Olmedo la gente tiende alambres para colgar la ropa. Foto: Vicente costales / EL COMERCIO

Desde afuera es solo un viejo portón. Un acceso a un oscuro zaguán del que cuelgan juguetes baratos y globos, como en cualquiera de las entradas a alguno de los 97 locales comerciales de la calle Olmedo. Pero es más bien la entrada a una olvidada villa.

La casona tiene cuatro patios internos, rodeados por construcciones de dos y tres pisos con cerca de 40 habitaciones donde viven 170 personas.

Las paredes son de adobe, los cuartos donde el olor a húmedo hizo nido no tienen ventanas, y entre los corredores de los pisos altos hay alambres tendidos de donde cuelgan medias, camisas y ropa interior. Bienvenido a la ‘Vecindad del Doctor’, una de las casas renteras del Centro Histórico.

Cruzar ese portal es como volver 60 años en el tiempo. No en vano los inquilinos la llaman la ‘Ciudad de los Cavernícolas’. Los cuartos no tienen inodoros. En un rincón de uno de los patios hay seis baños que no tienen luz ni agua. Luego de usarlos, se debe tomar un balde del tanque y arrojar el agua al retrete. Todos comparten la única ducha del lugar.

Debajo de un balcón de madera que rechina con el paso de los niños que juegan está Cecilia Iturralde. A sus 68 años aún tiene fuerzas para levantar sobre su espalda una olla con caldo de cabeza de res y venderlo a los visitantes del Centro.

Camiones descargan decenas de cajones para embodegarlos en los segundos pisos. Foto: EL COMERCIO

El cuarto en el que vive desde hace 29 años, cuando migró de Cotopaxi, no tiene cocina, pero un reverbero le permite preparar el alimento para poder ganarse la vida. Se levanta a las 04:00 y prende una tenue luz que no avanza a iluminar los 20 m² de su pieza. Allí cocina. Sin ventilación. Con resignación.

“Tuve ocho hijos, pero crecieron y se fueron”, repite con voz agrietada mientras remueve el caldo y sirve un plato a una vendedora de chompas de la zona. Le cobra USD 1,50, y con esa misma mano temblorosa, áspera, se santigua.

Cecilia vive sola y su trabajo le permite reunir USD 60 para pagar el alquiler a fin de mes.

La renta baja es una de las razones por las que la gente de escasos recursos, en especial quienes se dedican a la venta informal, prefieren quedarse en el Centro. En calles como la Imbabura, Cotopaxi o Chimborazo esa situación se repite.

El Municipio no tiene una cifra sobre el número de casas renteras en el Centro, pero se calcula que de las 4 999 viviendas en la zona, el 90% alberga locales, renta cuartos o los alquila como bodegas.

Hasta hace 10 años, la mayoría de arrendatarios era gente de provincias de la Sierra Centro, pero ahora esos espacios están ocupados también por extranjeros. A cuadra y media de allí vive Glenda, una venezolana de 44 años que llegó hace cuatro meses. Comparte un cuarto con sus dos hermanas, su cuñado y sus dos sobrinos y pagan USD 80. Hay habitaciones en las que viven hasta 10 personas. Las llaman ‘el sauna’.

Como los cuartos no tienen cocina ni agua, los inquilinos deben salir a lavar la vajilla en el patio. A Rosa Sigcho ya no le duele la espalda tener que agacharse para enjabonar las tazas y cucharas del desayuno. No se queja. Vino de Zumbahua en el 2012 y vive en un cuarto con su esposo y sus dos hijas.

El Centro comenzó a tomar esta forma en la década de los 50, cuando las familias adineradas migraron hacia el norte y dejaron espacio para los migrantes y el comercio. Para el urbanista Hugo Cisneros, allí está el origen del despoblamiento del sector. Mientras Quito crece al 2%, el Centro decrece a un ritmo de -2,2%.

El abandono de algunos inmuebles, el permitir que en un cuarto vivan personas en condiciones vergonzosas, la contaminación y la inseguridad han hecho que el Centro no sea un lugar atractivo para habitar.

Si los vecinos siguen abandonando sus casas a ese ritmo, para el 2040 vivirán allí unas 20 000 personas, la tercera parte de lo que podría recibir.

No todas las casas antiguas del Centro están ‘tugurizadas’, palabra que utilizan los urbanistas para describir el hacinamiento en el que se encuentran. Otras sirven de bodegas.

En una casa de tres pisos en la Mejía e Imbabura funciona un local de venta de cobertores. Las seis habitaciones de los pisos superiores están llenas de sábanas, cobijas y medias.

Solo en el Centro funcionan 6 812 locales comerciales y la mayor parte requiere dónde dejar su mercadería. Karima Delgado es dueña de una vivienda en la General Mires. En el primer piso funciona una confitería, el segundo y el tercero son bodegas. La última planta fue adecuada para ser su hogar, pero necesitó más espacio para embodegar y el negocio lo amerita. En temporada baja vende USD 1 000 diarios, en días buenos, hasta 4 000.

Delgado reconoce que hay casas en mal estado cuyos cuartos se rentan a extranjeros, a pesar de no estar en condiciones adecuadas. Sabe que intervenir en las viviendas patrimoniales es costoso.

A diario, camiones se estacionan en esas calles angostas para bajar mercadería. Entran cajas por cientos y poco a poco se acomodan en los segundos pisos. Por eso, las ventanas están cubiertas con tablas.

Esas vecindades aisladas, las casas hacinadas, olvidadas o subutilizadas dibujan al Centro como una ciudad retaceada que a pesar de estar llena de riqueza cultural, arquitectónica y de haber sido reconocida como Patrimonio Mundial por la Unesco, poco a poco, se apaga.

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