San Carlos, en el norte de Quito, es una de las zonas más afectadas de la urbe. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO
Son actos violentos que no dejan un ojo morado ni un labio hinchado, pero el golpe ingresa al cerebro y genera un impacto.
Es lo que se conoce como contaminación visual, y, además de causar ansiedad y estrés, provoca heridas en la ciudad, en sus muros y piedras.
A finales de febrero, el alcalde Mauricio Rodas le declaró la guerra a los grafitis vandálicos. La primera fase de ese programa está en marcha.
En esta etapa, que contempla trabajos en el Centro, se tiene presupuestada una inversión de USD 160 000. Lo que representa USD 40 000 más que los asignados a esa administración para ese fin el año pasado.
En el Centro, cada día, el Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP) limpia unos 120 m2 afectados por garabatos.
Carlos Ordóñez, director de Medios Públicos Metropolitanos, explica que se prevé ampliar el proyecto a toda la ciudad, por lo que a ese presupuesto se deberá sumar la intervención en las otras administraciones zonales.
El Municipio destina cada mes cerca de USD 60 000 para quitar grafitis de la ciudad. Limpiar cada m² cuesta USD 5, pero, cuando el grafiti está en una piedra, el valor se duplica.
Como parte de la campaña, el Municipio hizo un estudio en el que se mapearon cinco puntos críticos en donde se concentrarán las limpiezas: en la av. Rodrigo de Chávez, La Michelena, Cinco Esquinas, Toacazo y la Jota.
Paralelamente, se limpiarán 14 9 44 m² ubicados en las instituciones municipales de cada administración. Se necesitarán 996 galones de pintura con una inversión de USD 8 000.
Para las intervenciones también se trabajará con 7 000 estudiantes, quienes recibirán capacitaciones sobre el cuidado de la ciudad.
A la par, se implementarán medidas de control e intervención en predios públicos y privados siempre en coordinación con los vecinos.
La primera fase de la campaña está en manos del IMP, pero está previsto que en las siguientes etapas Emaseo se involucre. Angélica Arias, directora del IMP, explica que identificaron 151 predios grafiteados en el Centro, y 14 calles seriamente afectadas por ese problema. Según Arias, en lo que va del año, en esa zona se invirtieron USD 12 000 en pintura de áreas grafiteadas.
La autoridad identificó que los rayones ocurren especialmente en los horarios de salida de colegios y cuando hay marchas políticas.
Por esa razón se coordinó con la Secretaría de Seguridad para colocar nueve cámaras adicionales (a más de las 130 que existen en el Centro) en lugares específicos y así sancionar a los infractores.
En el 2017 nueve personas fueron sancionadas según la Agencia de Control.
Ordóñez aclara que la campaña es contra el grafiti vandálico y que otro de los objetivos es apoyar a los artistas urbanos y brindarles espacios en los que puedan desarrollar su arte. Para ello, se formó una mesa de trabajo con artistas y gestores culturales para analizar los lugares más adecuados para hacer murales. Entre ellos, se barajan alternativas como pasos a desnivel.
En la década de 1990, un movimiento revolucionó las paredes de la capital con frases filosóficas, existenciales y poéticas. Álex Ron, catedrático de filosofía y antropología, fue uno de sus impulsadores.
Cuenta que su objetivo fue embellecer los espacios públicos con grafitis que lleven a la reflexión y al deleite. Una muestra: “La luna está en celo, ven”, “Cuando me suicido despierto en Quito”.
Para Ron, autor del libro ‘Quito: una ciudad de grafitis’, y ganador del Premio Nacional del Literatura en el 2004 con su libro ‘Historias de aerosol’, aquello que nació como un movimiento cultural que buscaba una ciudad menos egoísta poco a poco se disolvió. Hoy casi no se busca esparcir poesía, sino que el grafiti es en su mayoría vandálico, agrede a la propiedad privada y contamina visualmente la ciudad.
Según una encuesta realizada por el INEC, el 67,01% de las personas que viven en Quito percibe problemas ambientales en su barrio, relacionados con contaminación visual.
Para el urbanista Diego Hurtado, la solución va enfocada a dos aspectos: el diálogo entre el grafitero y el dueño de casa para acordar diseños, y la apertura de espacios autorizados para grafitear.
Hay buenos ejemplos como Medellín, sostiene, donde se trabajó en sectores desordenados y peligrosos y se destinó espacios específicos para los grafitis. Esas zonas se volvieron un núcleo de la identidad.