18% de habitantes de Guayaquil se autodefine montuvio, afro o indígena

María Esther Mullo es maestra intercultural bilingüe. Foto: EL COMERCIO

María Esther Mullo es maestra intercultural bilingüe. Foto: EL COMERCIO

María Esther Mullo es maestra intercultural bilingüe. Foto: EL COMERCIO

Es la ciudad de profundas raíces montuvias que se desarrolló donde también susurra el kichwa. Es la urbe que mantiene viva la lucha social del pueblo afro y que ha aportado al rescate de múltiples formas de vida, como los mil un sabores de la gastronomía manabita.

Guayaquil es eso y mucho más. Es el puerto anclado a orillas del Guayas donde confluyen las tradiciones de distintos rincones de la patria. Es diversidad, marcada en su ADN desde la época colonial.

“Aquí se ha dado un cruce entre españoles, indígenas y luego afrodescendientes -dice el sociólogo Gaitán Villavicencio-. Guayaquil siempre ha sido una amalgama multiétnica y pluricultural”.

En este territorio entre el río y el estero conviven 2 698 077 habitantes, como reflejan las proyecciones del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC), al 2019. Y aunque el 71% se autodefinía como mestizo -según datos del censo del 2010-, un 18% se reconoció como montuvio, indígena o afroecuatoriano, por su cultura y costumbres.

Joffre Pazmiño Moncada es un montuvio salitreño. El sombrero de paja que lleva a todos lados lo delata. A los 12 años salió del recinto Candilejo del vecino cantón Salitre por estudios. El viaje era una travesía de casi seis horas en lancha, surcando correntosos ríos hasta llegar al viejo malecón.

“En ese tiempo Guayaquil era un muladar, con calles de tierra. Ahora está transformada y es un referente para otros países”, cuenta al pie de la ventana de su oficina, que da cara a la siempre ajetreada avenida 9 de Octubre, ícono de la regeneración urbana.

En la ciudad puerto, Pazmiño se especializó en Comercio Exterior y labora como agente afianzado de Aduana. Sobre su escritorio hay una enorme calculadora custodiada por dos caballos criollos moldeados en madera. “El guayaquileño no puede negar sus raíces. De angas o de manga, todos tienen algo de montuvios”. Hace 19 años, casi el 5% de los censados dijo sentirse montuvio.

Joffre Pazmiño, salitreño y agente afianzado de Aduana. Foto: EL COMERCIO

El porcentaje más alto lo alcanzó la población afro, casi el 11%. Esta comunidad ha forjados sus cimientos sobre madera y caña. Hoy aún muchos están confinados a los cinturones de pobreza que delimitan el perímetro urbano.

“Pero hay líderes y lideresas que están construyendo palenques -dice el hermano Abel Dimanche Godfroy-. Ya no por la esclavitud sino para abrir espacios de diálogo, de formación, para trabajar por lograr más derechos. Aún falta mucho por hacer”.

La candente Guayaquil no le resulta ajena a este misionero Comboniano. El calor y la humedad le recuerdan a su natal República Centroafricana, que dejó hace 10 años para encontrarse con su familia de este lado del mundo.
En la casa de misiones también funciona el Centro Cultural Afroecuatoriano, un espacio vivo de expresiones de danza, música, colorido y alegría, pero también de lucha.

Aquí se unió el pasado jueves un grupo de líderes para recordar los 100 años del nacimiento de Nelson Mandela. “Un hombre como Madiba nace cada 50 años. Hoy, cada uno de nosotros llevamos su legado a través de nuestras luchas”, dijo el misionero.

El 25 de julio de 1851 el gobierno de José María Urbina abolió la esclavitud en Ecuador. Este jueves se cumplen 168 años de ese derecho alcanzado y 484 de fundación de una ciudad que desarrolló en torno a su puerto diversas formas de integración social.

“Durante más de cuatro siglos el eje del crecimiento de la Guayaquil fue el puerto, anclado en su malecón o la orilla hasta 1963; ahí se engendró una suerte de cosmopolitismo que atraía a todos”, asegura el sociólogo Villavicencio.

Atraída por esa idea de progreso, la familia de María Esther Mullo salió de la comunidad Miraflores del cantón Colta, en Chimborazo. “El campo ya no daba facilidades y buscamos la ciudad por una mejor oportunidad”.

Eso fue 20 años atrás. Aquí se especializó en Educación, particularmente en Estudios Sociales. Ahora es maestra en la Unidad Educativa Intercultural Bilingüe Fernando Daquilema, ubicada en los cerros del recóndito Monte Sinaí.

Por estos días en sus clases resuena el grito ‘¡Alli Guayaquil!’. Es el saludo victorioso en kichwa a la ciudad libertaria, idioma en el que sus alumnos han aprendido a saludar, conversar entre ellos, incluso a recitar amorfinos.

El aula de octavo año donde da clases refleja esa diversidad étnica de la urbe porteña. Ahí, frente a la pizarra, la maestra lleva con orgullo la vestimenta de la etnia Puruhá, su pueblo. Al 2010, casi el 1,4% de los moradores de Guayaquil se reconocía como indígena.

Aunque lejos de sus raíces, esta tierra fértil ha permitido a muchos resembrar sus costumbres, sus saberes, su comida. La Herencia Manabita, un restaurante ubicado en la comercial ciudadela Urdesa, huele a verde, maní y a nostalgia. Sus paredes están teñidas con fotos del recuerdo, tejidos en toquilla y bateas de madera.

“No creo que otra ciudad nos hubiera ayudado tanto a salir adelante como lo ha hecho Guayaquil”, dice convencida la copropietaria del lugar Lupe Gutiérrez, nacida en Bahía de Caráquez. Su familia es custodia de recetas que estuvieron a punto de extinguirse y que el paladar de los guayaquileños ha ayudado a recuperar.

“Ya casi nadie hablaba del Pásame al otro lado -un platillo de menestra de verde con carne mechada, servido sobre una base de crujiente cocolón-; o del colonche -el tigrillo manabita con camarones estofados-. La comida manabita es Patrimonio Inmaterial Cultural del Ecuador y Guayaquil ha aportado a su rescate”.

Entre aromas y raíces costeñas, entre la lucha por derechos y lenguas ancestrales, el tejido social de Guayaquil se expande. En los últimos años la ciudad incluso ha impregnado con su espíritu de gran metrópoli a otros cinco cantones aledaños de Guayas, para seguir acogiendo a más ecuatorianos.

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