Jaime G. Albuja B.
El mundo acepta con respeto y reflexión el fin de las guerras, y es una actitud humana comprensible porque los enfrentamientos bélicos son dramáticos, antihumanos y pavorosamente dolorosos, llenos de ‘sangre, sudor y lágrimas’.
En este escenario, las Fuerzas Armadas están recordando los hechos históricos de la guerra del Cenepa, y lo hacen con orgullo, con humildad, con reconocimiento imperecedero para los actores, pero también con la virilidad de un pueblo soberano, digno y libre.
Los niños y jóvenes de hoy, que no tuvieron mayores datos de estas vivencias, deben reconocerse como herederos de esta lucha épica, pero al mismo tiempo deben estarse preguntando dónde está el obelisco o monumento que eternice los nombres y grados de los guerreros que entregaron sus vidas.
La respuesta está llena de vergüenza, de ingratitud y de olvido, viudas y huérfanos que acarician con nostalgia medallas sin nombres y sin brillo, promesas no cumplidas, gritadas rimbombantemente por el político de turno, nombres grabados en una piedra de la av. Occidental de Quito que se han perdido por el paso del tiempo.
Ha desaparecido el jardín, la bandera, se ha borrado el nombre de los soldados que pusieron un hito de gloria para el pueblo ecuatoriano.
Cientos de viejos soldados que aferraron con pasión las armas de la guerra en esos días, deben estar indignados por entender que su sacrificio y entregas no han servido para nada, sigue la corrupción, se farrea la justicia y se busca con maquiavelismo eliminar la libertad.