Pablo Fiallos,
Redacción Siete Días
Sin titubear, el gánster es capaz de dar una orden que signifique la masacre de decenas de personas, disparar contra el enemigo, golpear al sospechoso, matar con la propia mano, hacer una oferta que no se pueda rechazar… Y a pesar de todo esto, el público siente una inevitable conexión con este oscuro personaje.
Cinco reglas del cine del gánster
Tomar elementos de los
titulares de los diarios.
Ambientar la acción en ciudades populosas (Nueva York, Chicago, Tokio) de las que se deben mostrar sus lugares sórdidos y lúgubres.
Sembrar los diálogos de palabras pertenecientes al argot de los maleantes.
Dotar a la personalidad del gánster de pasión exacerbada por el dinero y también de conductas maniáticas.
Coronar la acción con una secuencia final explosiva.
Allí, el gánster obtendrá una muerte violenta, en la que debe ponerse toda la espectacularidad que el presupuesto permita.¿A qué se debe la popularidad de la que gozan asaltantes, delincuentes y matones de poca y mucha monta? ¿Por qué este personaje lumpen, de bajo mundo, recolecta admiradores como si fuese una especie de héroe o una estrella de rock? Si en su intento por ascender en la escala social, como si se tratara de una imitación perversa y bizarra del sueño americano, lo hace solamente a partir del crimen y la violencia.
En la reciente película estrenada en el país, ‘Enemigo público’, Johnny Depp se pone en la piel de John Dillinger, un asaltante de bancos al que la propia prensa se encargó de convertirlo en un héroe popular. Este tipo de antihéroes que surgió gracias a la emigración italiana, víctima de la violenta mafia siciliana y de la implantación de la Ley Seca, gozó de aceptación desde esa época.
Los gánsteres interpretados por James Cagney o Edward G. Robinson fueron estrellas al momento de estrenarse cintas como ‘Pequeño César’ o ‘El enemigo público número 1’. Pues, además de la presencia de una ambición desmedida, esto se confrontaba con la representación de un individuo disconforme y contestatario que, en su camino por sobresalir en medio de una sociedad reprimida, denunciaba también su hipocresía y su corrupción.
Por ello, películas como ‘Scarface’ representan bien la realidad de los años 20 como la de los 80. En la versión dirigida por Howard Hawks, en 1932, el protagonista hacía una referencia directa a Al Capone, mientras que en la de Brian De Palma, Al Pacino interpretaba a un inmigrante cubano salido de la isla tras el ‘Marielito’.
La franqueza determinante del gánster sumada a la ambigüedad moral de los representantes del crimen organizado lograron la identificación necesaria con el espectador para que estos seres surgidos de la miseria se conviertan en verdaderos íconos de la pantalla, tanto en la década del 30 como en las películas más actuales.
Historias como las de ‘El Padrino’, ‘Buenos muchachos’, ‘Érase una vez en América’, ‘American gángster’, ‘Casino’, ‘Donnie Brasco’, ‘Carlitos way’ y ‘Los infiltrados’, entre muchas otras, lograron la aceptación tanto de crítica como de público. No solo se debe a la convincente interpretación de mafiosos de Robert De Niro, Al Pacino, Marlon Brando, Jack Nicholson o Denzel Washington, sino a la constante reinterpretación de los códigos de la mafia.
Pero, sobre todo, a la valoración primaria de la familia que se hace en estos relatos, como eje fundamental de la historia. Pues la mayoría de filmes sobre gánsteres terminan hablando, además de la organización criminal, sobre las relaciones y los conflictos íntimos. Muchos de los mafiosos son presentados como personajes multidimensionales que llegan más allá de limitaciones impuestas por la censura, como el famoso código Hays, instituido desde 1934 hasta 1967, y tan conservador como la propia Ley Seca.
Esta prohibición impedía a los cineastas que influencien sobre el espectador para que tome partido por el crimen, el mal o el pecado y evitaba que la Policía sea ridiculizada. Así se lograba sentenciar, cinematográficamente, una frase hecha: “el crimen no paga”.