Quizás es el mundo del fútbol el que mejor refleja el juego de la vida humana. Si bien no es el deporte que paga los salarios más astronómicos, los contratos, salarios y regalías que rodean a sus figuras hacen soñar a la mayoría de seguidores, quienes a veces ni siquiera se dan el lujo de estropear el balón unos minutos a la semana pero sudan junto a sus héroes en cada partido.
Al fragor del deporte más popular del mundo se gestan políticos, no solo desde los grandes clubes sino desde las ligas barriales; se gestan mitos como el del divino Dieguito o el de Salvador Cabañas, quien sobrevivió a un disparo en la cabeza; se perdonan excentricidades e infidelidades, o se escriben los capítulos más solidarios o más racistas.
También en nuestros lares el fútbol empuja y marea. No solo a los protagonistas directos (futbolistas y técnicos), sino a los directivos. Los triunfos sirven para hacer carrera o ser parte de la élite; que lo diga, si no, Luis Chiriboga. O para ganar popularidad; que lo diga, si no, el alcalde Augusto Barrera, quien estos días se ocupa en donar terrenos e impulsar obras en pro del fútbol.
En Guayaquil, el fútbol tiene mareado a Eduardo Maruri, quien divide su vida, no se sabe en qué proporciones, como dirigente de Barcelona, empresario, publicista y político. Maruri, pese a autoproclamarse tolerante con los periodistas y los medios -cosa por la cual habrá que hacerle un homenaje-, decidió prohibir el ingreso del periodista Carlos Víctor Morales al palco de prensa del estadio del club.
Evidentemente, la actitud de la dirigencia de ese equipo reproduce frente al periodismo la visión del poder, que reclama el respeto a la institucionalidad (¿algo parecido al respeto a la majestad?), cuando acusa al comentarista de irrespetar a la institución, dirigentes y cuerpo técnico, y de promover la sedición e incitar a la socavación de la institucionalidad del club’
Maruri, en vez de parapetarse en un edicto, debiera cumplir su amenaza de enjuiciar a Morales, para que la autoridad pertinente aplique la voluminosa normativa vigente y determine si, al ejercer su libertad de información y de opinión, el periodista vulneró los derechos de otros.
El caso viene a cuento cuando la Ley de Comunicación está empantanada en la Asamblea, por obra y gracia de una comisión que perdió el libreto y no sabe cómo compaginar los deseos del poder con las normas internacionales sobre la libertad de expresión, y con el acuerdo multipartidista suscrito. En lugar de seguir una metodología clara, la discusión ha derivado a aspectos tan bizarros como la intención de regular el porcentaje de publicidad en los medios.
Bajo el imperio de tal “institucionalidad”, ¿qué se puede esperar de una Ley reguladora y sancionadora como la que se prepara? Aparentemente ni siquiera vale la pena citar el verso del poeta Artieda: “Solo nos queda Barcelona”.