Cuando cumplió 15 años, apenas intuyó que ya tenía edad para mantenerse por sí mismo, Fausto Imbacuán tomó su caja de betunero, se planchó la ropa con las palmas de las manos y cruzó el umbral de las sombras.
La helada luz de la mañana le bañó el rostro mientras se prometía a sí mismo que jamás volvería a esos dos pequeños cuartos que su papá arrendaba en el barrio quiteño de San Juan, en los que conoció los secretos de la maldad humana.
Hasta ahora -tiene 41 años- lo ha cumplido con una fuerza acérrima, como si fuera la única verdad que conociera, o la única que valiera la pena conocer. Poco después, ya en las calles, se dio cuenta de que el laberinto no se acaba nunca y que la maldad es un misterio que vive en toda, o casi toda, la gente.
Pasaron varios años antes de que el adolescente descubriera su mejor –su única- manera de protegerse del mundo: el arte. Desde los 17 años, Fausto ha dibujado y pintado cientos de rostros. Ha sobrevivido de venderlos en las puertas de las iglesias o en las esquinas del Centro.
La calle ha curtido su piel y le ha enseñado la cautela de los seres amenazados, sus ojos miran con desconfianza y un creciente estrabismo le da una atmósfera, a medias feroz, a medias desamparada. Toda su vida, su pasado, su memoria, cabe en los dos costales, la bolsa de cuero, el banco de madera y la pancarta que lleva a todo lugar que va.
En el uno lleva, meticulosamente doblados, una cobija gruesa y un plástico negro que le sirven de lecho portátil; en el otro acumula toda clase de papeles, revistas, fotocopias, dibujos y pinturas, esferos, anilinas y latas de barniz a medio usar. Tiene la imaginación tatuada con las escenas de la pasión de Cristo, que alguna vez vio en el cine Atahualpa, escondido entre los asientos. Cuando se sienta a dibujar, surgen siempre líneas que se ondulan y se alargan perfilando el cabello, la silueta y el rostro de Jesús y sus discípulos.
Su trabajo creativo ha crecido espontáneamente, según su propia necesidad expresiva. Esa fuerza creativa indómita y extraña le deparó uno de los pocos amigos que ha tenido en su vida. El artista visual Tariq Núñez se acercó a él una mañana del 2006. Le pidió permiso para sacarle fotos, a lo que Fausto respondió que se las mostrara mientras las fuera haciendo.
Al pintor de la calle le gustó la mirada y la sensibilidad del artista contemporáneo. Intercambiaron un par de opiniones sobre el arte, la vida y la gente. Fue el principio de una relación artística que produjo la primera exposición formal de Imbacuán, hace dos años, en la Basílica del Voto Nacional.
El arte ha sido el hilo que ha sostenido la vida de Fausto. De su trabajo Núñez aprecia, sobre todo, la tenacidad y el talento. “Fausto no usa una sola técnica sino varias. Trabaja sobre distintos materiales y en distintos formatos. Realmente es un tipo con mucho talento, cuya obra debería conocerse más”.
En realidad Imbacuán ha experimentado con todo lo que la calle ha puesto en sus manos: lápiz, pintura de acrílico, anilinas de betún para zapatos, con materiales como cartón, madera, vidrio y fotocopias de cantantes.
Siente debilidad por el pop romántico: ha pintado muchas fotocopias sacadas de revistas sobre Luis Miguel, Christian Castro, Ricky Martin. Le gusta, además, el romance de los años noventa: Vilma Palma e Vampiros, Hombres G, Los prisioneros y, sobre todo, un cantante virtualmente olvidado para el resto del mundo, Pablo Ruiz, cuya versión de la ranchera Malagueña salerosa sabe de memoria.
Las palabras se le dan poco. Su lenguaje está estructurado en frases cortas, secas, telegráficas. Reconstruir su memoria es como armar un rompecabezas con piezas que van apareciendo poco a poco, siempre de manera inesperada y sorpresiva.
Su historia comienza en Ibarra y allí mismo se oscurece. De ese tiempo Fausto tiene pocos -y brutales- recuerdos. Una escena perdida brota de la tiniebla de su pasado, mientras dibuja en uno de los grandes portales de la Basílica, donde los padres oblatos le han permitido dormir en las noches. Su horror recuerda a un padre como un gigante ebrio y despiadado. Un día, cuando Fausto iba por el segundo grado, el padre regresó de la calle y constató que sus dos hijos habían tomado dinero de un cajón para comprarse pan.
Prendió el reverbero en el que ya casi nunca se preparaban los alimentos de la fracturada familia (la madre había abandonado el hogar hacía un par de años). Ciego de rabia agarró las manos de los pequeños infractores y las sometió a la llama hasta que la piel se arrugó y empezaron a sangrar, en medio de los agu-dos gritos de dolor infantil.
El artista conserva una tenue cicatriz en la mano izquierda que ni el tiempo ni una vida transcurrida en las calles han logrado borrar. Las frases tiemblan en la garganta de Imbacuán cuando vuelve el recuerdo, como un lobo en medio de la noche. Usa los verbos en presente, como si cada vez que recordara, terriblemente, los volviera a vivir.
Los niños, quizá esos niños en los que sigue viéndose a sí mismo, son un tema recurrente en sus dibujos. Hace retratos por un dólar, pero solo de infantes. Los adultos no le gustan, no le parece que haya belleza en ellos. A su manera tiene razón. En su pasado, en su vida, tiene razón.
En su plancha de madera, de 1m x 1,50 m, siempre escribe frases en las que da testimonio de la “maldad de la gente”. Las escribe con muchas líneas superpuestas para que se vuelvan legibles desde lejos y las pega una sobre otra. Son una respuesta a las miradas sorprendidas o desconfiadas de la gente.
En una fecha indeterminada, entre los 7 y los 8 años, su familia -lo que quedaba de ella- se trasladó a Quito. Hallaron unos cuartos en San Juan y en la escuela República de Uruguay terminó la primaria. Después tuvo que trabajar para apoyar la situación financiera del hogar.
En la esquina del mercado de San Juan (entre las calles Guatemala y Tapi) ofició como betunero y vendedor de caramelos, ya incluso después de evadirse de la tutela de su padre. Trabajó durante varios años, durmiendo en cuartos de tierra o en las esquinas de los patios, hasta que alcanzó de nuevo “la maldad de la gente”, ese monstruo infatigable.
Un grupo de jóvenes alcohólicos se aficionó al hábito de arrebatarle sus pocos bártulos y lanzarlos por el suelo. Aceptó, como antes, el misterio del odio que despertaba gratuitamente en los demás. Fue entonces que decidió dedicarse a algo que nadie pudiera destruir: la belleza.
Pese a sus escabrosas experiencias, nunca ha descubierto la violencia. Fabiola Espinoza es la dependienta de un local de materiales de zapatería, donde Fausto se provee de sus anilinas en las raras veces en que puede permitírselas (como, por ejemplo, cuando un periodista lo acompaña en su trabajo).
Ella lo conoce desde hace unos cuatro años y ha sido testigo de ese odio extraño y oscuro que se empecina contra Fausto. “Algunas veces le quitan las cosas, le botan los papelitos. Pero él no pelea, verá. Ha pasado muchas cosas feas, pero es como que él las acepta. No le hace mal a nadie. Vive tranquilo. No mendiga. Hace sus dibujitos”.
El más reciente mensaje que Fausto ha impreso en su tabla dice: “La gente no tiene plata, entonces oro ai”. Es a medias una descripción de la situación económica precaria que, según él, se produjo luego de la dolarización, y a medias un reclamo a esas mismas personas que “me critican porque no entienden lo que hago. Lo que hago es arte. Arte y nada más. Necesito apoyo y materiales para pintar”.
Mientras habla, una paloma enferma camina sobre uno de los frisos del gigantesco portal cerrado que le ofrece su duro abrigo. Parece nerviosa, mueve el cuello, da pequeños saltitos sin poder volar. Ejercitándose sola, curándose sola. Fausto Imbacuán no la mira, está ocupado ejercitando sus propias alas, curándolas para cuando encuentre la salida de su laberinto.